La historia de la literatura argentina está poblada de vidas de autores tanto o más fascinantes que sus textos. Esto puede corroborarse con una breve serie de nombres: Sarmiento, Mansilla, Lugones, Quiroga, Macedonio, Walsh, Conti… Juan Filloy, cuyos 106 años de vida han dado prueba de un carácter excéntrico, pródigo en acciones de toda índole –desde la fundación de un equipo de fútbol y la práctica del boxeo y los palíndromos, hasta su relación epistolar con Freud-, podría integrar esa lista. Sin embargo, el magnetismo que ejerce esa singular confluencia de leguaje desenfadado, enorme enciclopedia y desborde imaginativo que es su obra, contradice la sentencia inicial. Los textos de Filloy, por la potencia de su extraña singularidad, parecen volver inverosímil la figura misma de autor.
Ha quedado atrás el periodo de aparición de sus primeros textos, en ediciones privadas o muy pequeñas, ajeno a los circuitos de circulación y consagración porteños, y el de su primer y breve rescate hacia fines de la década del sesenta y comienzos del setenta, cuando el autor ya no debía preservar sus investiduras judiciales. Filloy no es hoy, felizmente, “el secreto mejor guardado de la literatura argentina”, ni mero objeto de culto para sectas regionalistas de Río Cuarto o Córdoba, que se valen de cualquier cosa, inclusive de objetos tan disolventes como los textos de Filloy, para identificarse con el propio terruño.
Caterva (1937), considerada una de sus mejores novelas, ha sido recientemente editada por El Cuenco de Plata, como parte de su cuidada “biblioteca Juan Filloy”. Narra las aventuras de un grupo de linyeras que, tras robar una cuantiosa suma de dinero, se lanza de Buenos Aires hacia Córdoba, “en un viaje de turismo al ideal de los demás”.
En un innegable diálogo con lo mejor de la obra arltiana, Filloy hace conversar incansablemente a sus “siete” vagabundos sobre filosofía y política, moral y ética, arte e ideología, sin descuidar las tensiones, intrigas y acontecimientos propios de un relato.
Longines, Viejo Amor, Fortunato, Katanga, Dijunto, Lon Chaney y Aparicio sembrarán amistades y odios en su camino, inmersos en la bullente fauna humana de la década del treinta, en la que se sacan chispas las hablas inmigrantes, porteñas, lunfardescas, los decires gauchos y los amaneramientos castizos, y en la que las ideas reaccionarias de conservación y las consignas más avanzadas del proletariado urbano salen a la calle a enfrentarse.
Los discursos fuertes de la época, incluso los apenas emergentes como el del psicoanálisis freudiano, son asimilados irrespetuosamente por los linyeras, quienes, en una suerte de utopía democrática, aceptan que sus pares piensen por sí mismos, alejados de todo dogma.
Caterva despliega ciertas tensiones estilísticas que le dan un color inusual dentro de la narrativa nacional, aunque la misma abreve en su misma tradición literaria. Se percibe así cómo vestigios de descripciones naturalistas, recuperadas por los tremendistas de Boedo, se insinúan en las descripciones de los ambientes iniciales de la novela y en la pintura de los personajes, al tiempo que sus locuciones y las del narrador corroen sarcásticamente el imaginario del positivismo médico. Las descripciones de los parajes naturales cordobeses apelan a la retórica modernista –una insistente recurrencia al simbolismo y a las correspondencias baudelarianas, ciertos fragmentos parecen citas –muchas veces irónicas- de Lugones o parodias de Güiraldes-, que es minada por un humor antisolemne y una osadía metafórica propios de las módicas vanguardias locales del veinte. La seducción de las causeries, su heterodoxia constitutiva y su fuerza disgresiva son puestas en juego en boca de linyeras, que reconocen en las derivas de una voz y su teatralidad el discurrir incesante del placer.
Todos estos contrastes estilísticos parecen sostener una contradicción moderna: la que se da entre una visión idealista y materialista del mundo. Es así como la ciudad que hace de marco perceptivo –los linyeras vienen de Buenos Aires y visitan Córdoba- y la ley del dinero que desdicen a través del robo y el derroche, puntúan un relato que logra hacer del pensamiento, la pasión y la acción humanas una misma aventura, sublime y grotesca, digna de ser celebrada.
Publicado en El Eslabón nº 79, Rosario, mayo de 2007.
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