Con Los días del padre y otros relatos (2006) y Certificado de convivencia y otros relatos (2008), el cordobés Sergio Gaiteri ha logrado una sorprendente mixtura de destreza formal y vitalismo. En diálogo con redacciónrosario, el autor reflexionó sobre el oficio de escritor.
—Es difícil cifrar tal decisión en un acontecimiento en particular. A veces pienso que la extrema timidez, la soledad, la miopía y algunas enfermedades respiratorias que me aislaban del resto de los niños podrían haber influído; pero no lo sé, eso puede fundamentar un carácter introspectivo y asocial, pero no estoy seguro de que explique una vocación.
Desde joven pensé que iba a escribir. Incluso independientemente de los trabajos que me aportaran la subsistencia material.
Sí puedo decir, respondiendo a la primera parte de la pregunta, que William Faulkner encabeza el grupo de autores que imprimen una muesca indeleble en mi memoria de lector. No su prosa ni su técnica, pero sí sus climas emocionales, la confusión en la que se encuentran sumidos sus personajes. Luego, el descubrimiento de la literatura realista americana en general (Capote, Fitzgerald, Updike, Roth, Carver) me dio muchos indicios como para pensar y continuar por ese camino.
—El narrador de tu cuento “Nivel Medio” dice que en una época solía definirse como “un escritor que daba clases de Literatura”, que es justamente tu oficio. Y agrega: “Me parece que lo único que me interesaba era escuchármelo decir a mí mismo”. ¿Creés que hay una suerte de inseguridad irreductible en el oficio de escribir que se renueva cada vez que lo ponés en práctica?
—El personaje de ese cuento es un muchacho que necesita alguna forma de convalidación, aunque más no sea nominal. Escribía y le daba importancia a esa actividad, pero por su trayectoria social y los diversos avatares de su vida no había tenido posibilidad para manifestarse. Supongo que esa limitación le avivaba aun más esa necesidad de reconocimiento. Sucede que es verdaderamente particular la imagen social que se tiene del escritor: hay una sacralidad, un exceso valorativo de este trabajo, que no deja de ser un oficio como tantos otros, que por esfuerzo e insistencia se terminan medianamente dominando. Me parece que al ser un oficio muy solitario en el cual los primeros pasos están llenos de búsquedas y de incertidumbres, al comienzo, por lo general, se está atento al más mínimo gesto de aprobación que aliente a continuar.
Respecto a la inseguridad irreductible en relación al trabajo en sí mismo sí creo que es constante, que siempre es un desafío tener que elaborar y ensamblar todo desde un comienzo: conflictos, personajes, espacios, lenguajes, etc. Y si a eso se le suma el que exista un apego vivencial a las situaciones planteadas, esa inseguridad que en principio es técnica también se vuelve emocional. Más allá del progresivo manejo de ciertas estrategias de escritura, cada relato es una experiencia distinta.
—Llegás tardíamente a la edición de tus obras, ¿a qué se debió? ¿Cuándo y por qué decidiste publicar?
—En primer lugar me llevó mucho tiempo definir más o menos qué y cómo quería escribir. En los últimos diez años leer filosofía (Hegel, Simmel, Lukacs, Wittgenstein) me permitió reflexionar sobre este particular. Quería hacer algo que no respondiese a un capricho personal o un gusto de lecturas momentáneas del cual me arrepintiera con los años. Por otro lado, mi formación autodidacta me hacía revisar de manera permanente las valoraciones que le asignaba a los autores y las obras que leía. Dudaba de mí mismo. Todo el tiempo. Esto se trasladó, supongo, a mi propia escritura. Reviso y reviso. Nunca estoy conforme. Siempre pienso que se podría hacer mejor. Quizás como consecuencia de todo esto nunca tuve ni tengo prisa por publicar.
—¿Qué pensás de la circulación y la valoración que hasta el momento han recibido tus libros? ¿Cómo considerás que incide en ello el hecho de residir en Córdoba?
—Supongo que tienen la circulación normal que pueden tener los libros de editoriales independientes del interior del país sin apoyo económico ni publicitario ni con capacidad de ejercer ningún tipo de presión en el ámbito cultural. Es decir: muy escasa.
Respecto a la valoración, creo que ha sido buena considerando que lo que trato de hacer no está dentro de ninguna moda literaria ni desarrollado a partir de alguna temática del momento. Lo curioso es que he sido mejor leído en algunos diarios de Rosario y Buenos Aires que en los diarios de Córdoba. Eso no lo puedo explicar.
Sólo agrego que los problemas de distribución y demás me resultan tan ajenos y lejanos desde mi lugar marginal dentro de supuesto campo de la literatura que no invierto mi tiempo en pensar qué hacer en ese sentido. Tengo muchas historias qué contar y estoy preocupado por la manera en que las tengo que contar. Con eso ya tengo suficiente.
—¿Te suele pasar lo que narra Pablo Ramos en la solapa del último: advertir la sorpresa de quienes “te descubren”?
—Por lo dicho en la pregunta anterior, en ocasiones sí. De alguna manera el equilibrio en la forma, por un lado, y el intento de plantear un realismo sin dicotomías, de trabajar las zonas más matizadas de las relaciones humanas, sus ambigüedades, lo menos espectacular de la existencia del hombre, me parecía que en el estado actual del arte no podía producir demasiado efecto de deslumbramiento. También aclaro que íntimamente esperaba encontrar lectores sensibles, mejor dicho: gente sensible que leyera.
—Tus textos, de apariencia espontánea y natural, suponen mucho trabajo de composición. ¿Cómo solés llevarlo a cabo?
—El asunto viene de antes de sentarse a escribir. En el proceso de observación y selección del material que ofrece la realidad busco que la temática y los espacios sean lo suficientemente cercanos, reconocibles como para asegurarme un grado de conocimiento lingüístico. Es más: puede suceder que alguna vez se me ocurra una historia en apariencia genial, pero la descarto rápidamente si el código de expresión me resulta ajeno. Cuando me refiero a lo lingüístico o al código de expresión no hablo sólo de un problema formal, meramente estilístico. No. Allí estoy incluyendo la idea o la concepción del mundo que produce y es producida por un tipo de discurso determinado.
Esto me asegura, en principio, no forzar el lenguaje. Sobre esta base, lo que hago es eliminar todo aquello que me suena literario. El lenguaje está tan lleno de giros, de meandros, que no creo que le sirva más que al que quiere demostrar su arrogancia verbal seguir agregando nuevos giro. Siempre he pensado que todo es tan confuso y a la vez es con lo que tenemos que lidiar intelectualmente que no hay que seguir agregándole más signos al mundo.
Luego: corrijo, limpio, pulo. Cada adjetivo, cada pronombre que puedo extraer sin que se resienta al texto en su carácter general es un logro.
—Tanto Los días del padre como Certificado de Convivencia crean cierta sensación de desasosiego que no impide sin embargo disfrutar de su lectura. ¿Te planteaste alguna vez algo con respecto a eso?
—Sí, claro. De otra manera caería en el subrayado o en la redundancia. Las obras que me gustan son las que no manipulan los sentimientos ni subestiman la inteligencia del lector, sino las que proponen una amplia franja de posibilidades de interpretar y percibir. Para lograr eso, la forma no debe importunar, no debe ser un escollo. Las cadencias verbales deben ser levemente extrañas sin perder la nota armónica central. Si, algo así como en el jazz modal. Cuando quiero pensar en esa sensación traigo a la memoria la misteriosa amabilidad de la trompeta de Miles Davis.
—¿Estás trabajando actualmente en algún proyecto?
—Sí, siempre estoy escribiendo. La realidad todo el tiempo propone historias para contar. Basta con estar atento, con saber ver y escuchar.
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