“La batalla del calentamiento” es una canción popular infantil. Según la novela del mismo nombre, un juego a través del cual los cuerpos entumecidos por el frío, el temor o el dolor recobran finalmente el calor humano. No sería erróneo denominar “novela sentimental” a esa suerte de saga maravillosa en la que personajes como Teo, Miranda, Pat, el doctor Dirigibus, la señora Pachelbel o el intendente Farfi, entrelazan sus destinos en un remoto pueblo del sur del país, cuando se transitan los primeros años de la “transición democrática”.
La historia de una joven e inusual familia que huye de diferentes perseguidores y por diversas razones, aun inconfesadas, se moldea al calor de ciertos géneros “infantiles” (la fábula, la alegoría moralizante, el relato maravilloso) y de otros no menos populares como el cuento fantástico o el melodrama, desestabilizados, es verdad, por un lenguaje vulgar y corrosivo, un humor punzante y una persistente falta de respeto hacia los límites que cada uno de ellos supone.
Marcelo Figueras, autor del libro, ha señalado con frecuencia el fuerte distanciamiento que la nueva narrativa argentina mantendría con lo emotivo, al que se opondría desde el vamos su nueva novela. Si bien a simple vista la apreciación del escritor parece desacertada -el terreno de la emotividad es recurrentemente visitado por las ficciones locales contemporáneas-, tal vez esté señalando, de un modo oblicuo y lúcido si se quiere, algo diferente. Esto es, el prejuicio esteticista que disocia texto literario “de calidad” de sus efectos performativos –la provocación de afectividad en el lector-, relación en la que cargarían sus tintas, con resultados reprochables, los productos más consecuentes con las lógicas mercantiles, que Figueras conoce bien por su larga trayectoria en el periodismo cultural y en el cine.
“La batalla del calentamiento” hace foco en dicha conexión, la convierte en tema y núcleo generador de un estilo propio. El reiterado uso de apelativos entre paréntesis, los títulos de los capítulos que sintetizan su trama –rememorando ciertas retóricas de antaño- o las notas al pie, son algunos de los recursos utilizados para ficcionalizar la escena de lectura del mismo libro, insertar fragmentos traducidos, ya que algunos personajes suelen hablar en latín o en inglés, o ayuda memorias, que permiten seguir el hilo de la narración o contextualizar ciertas referencias del texto, por lo general con efectos humorísticos. Todos esos procedimientos parecieran intentar restituir cierta intimidad que la mediatez propia de la escritura vendría a problematizar o a postergar.
En ese mismo sentido, la relación entre texto y música popular se vuelve insoslayable para glosar brevemente la apuesta de Figueras. Si la música es una de las artes más efectivas -su poder de afectación parece instantáneo-, su conexión con la emoción inspira cierta propuesta ética de la narración: “¿Qué ocurriría si pudiésemos oír al mismo tiempo las melodías de todos los habitantes de este mundo? (…) entendería la forma en que las melodías dialogan entre sí y se modifican al hacerlo”.
Las canciones pop, a través de las líricas de The Smiths, The Beatles, Paul Simon o Bob Dylan, entre otros, aparecen con frecuencia en los epígrafes del texto. Pero también lo hacen en la narración misma, convertidas en las lecciones cotidianas de una difícil y siempre imperfecta educación sentimental. Algo semejante a lo que sucede con los libros que lee Teo, uno de los protagonistas, aunque de un modo más indirecto: “los libros no responden los problemas de forma literal, son como oráculos, expresan un misterio que el lector debe descifrar en la clave de su propia vida”. Las canciones, al igual que ciertos poemas, se ocupan obsesivamente de la fugacidad y mutabilidad de los sentimientos, como así también de los diferentes tonos a través de los cuales se percibe sentimentalmente el mundo. Según “La batalla del calentamiento”, sentir es siempre consentir, sentir con otros, al unísono. Las canciones, como artesanías que buscan y/o logran capturar la emoción del escucha, representan las utopías puestas en acto a las que puede aspirar el texto literario. Parte de ese trabajo artesanal se percibe en la construcción de la intriga, a través de remates sugestivos y una cuidada selección de la información dispensada, y en la modulación de diversos tempos y climas emotivos.
Los géneros, horizontes de previsibilidad siempre amenazados por la catástrofe, actúan como cristales por donde el narrador y los personajes captan el mundo: “Y en el fondo de su alma resentía el género literario al que la situación lo condenaba. Teo consideraba que ya había excedido los márgenes de la fábula. A pesar de que sus dimensiones físicas lo habilitaban como candidato para el género, y hasta para un cuento de hadas, Teo se consideraba un adulto normal, y por ende una criatura demasiado compleja para calificar como personaje de Lafontaine”.
Lejos de comportarse como rígidos corsetes de la imaginación, la afectividad y el pensamiento, los géneros aportan las reglas del juego en que andan los seres humanos. Asentados en ellos, pueden jugar con libertad y creatividad. Ninguna melodía puede ser aislada del “contexto en que suena”, viene a decir la novela en clave alegórica. De aquí el aprendizaje sentimental que la comunidad de Santa Brígida manifiesta hacia el final. La intensidad de su experiencia no se deriva de su extensión, de la cantidad de anécdotas que han protagonizado sus integrantes, sino de la memoria que les impide olvidar las vivencias interiores de los acontecimientos que los han afectado. Allí se revela la vida social de los sentimientos y la novela desliza su visión ideológica sobre el pasado reciente. Sólo bajo la utopía de la comunidad, los hombres podrán oír la “sinfonía”, la confluencia de las diversas melodías, y así salvarse del frío mortal. Algo parecido a lo que propone una vieja canción infantil llamada “La batalla del calentamiento”.
Publicado en diario La Capital, Rosario, 17 de diciembre de 2006.
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