Rosa de Miami, la última novela de Eduardo Belgrano Rawson, se inicia con un diálogo imposible: el que sólo sostiene el narrador, otrora mediocre escritor de historietas, frente a la presencia muda de su abuela. En un tono coloquial, cargado de palabras chispeantes, le anuncia su decisión de reflotar un viejo proyecto rechazado por sus editores: “Garrapatenango”, una comiquita -“que en venezolano significa historieta”- sobre episodios de la historia latinoamericana.
Si Rosa de Miami es el resultado de ese proyecto, el largo cuento que el narrador promete contarle a su abuela -que tal vez tampoco pueda oír-, habría que indagar qué significa afrontar la historia como una historieta tropical.
En principio, se hace evidente su adscripción al viejo arte milenario y universal de contar historias, que no respeta jerarquías sino que se somete a las infinitas digresiones y peripecias de la narración colectiva, impulsado por el propio deseo y atento al de los receptores, que hay que ganar para sí. Quizá algo de ello gravite en la visita del narrador a La Punta, “la Patria del chusmerío”, donde habita quien fuera en otro tiempo “una máquina de contar historias”. Esa propensión anímica a contar se manifiesta, a través de la sintaxis, desde el primer párrafo de la novela: “Son dos amigos del alma que desputizan el pueblo, se enamoran de una chica y se van de balseros a la Florida. Eso, en líneas generales. También sería la crónica del asalto a un balneario antillano por un puñado de paratrúpers llegados de Guatemala que resultan derrotados, huyen en una chalupa, navegan a la deriva y acaban como antropófagos”.
Hacia el final de la novela se citan numerosos diarios, revistas, memorias, textos históricos y testimonios orales que han servido para la reconstrucción de los episodios no ficcionales. El hecho de que compartan la misma tipografía con los demás capítulos -a excepción del primero que utiliza cursiva-, sugiere que documentos e imaginación se despliegan en un mismo plano de representación. Es más, la ignorancia sobre el mundo caribeño alimentará la invención desde el comienzo: “Abuela: ¿Sabés cuánto hay entre Guatemala y Dominicana? Yo tampoco, si vamos al caso, pero se me hacen que están pegadas, entre playas de cocoteros y viejas ciudades mayas”. Ese desconocimiento parecería inspirar el afán expositivo de los mapas que se intercalan en el texto, cartografías que recuperan con humor referentes y coordenadas del relato.
Ahora bien, la invención a la que nos referíamos hace un momento se despliega también en el terreno lingüístico, a través de la composición de una lengua latinoamericana que no habla nadie pero que podríamos hablar todos. Lengua rítmica y musical, que mixtura otras lenguas y suele abusar de las palabras compuestas: “paratrúpers”, “usnavis”, “barbuses”, “orishas”, “carapálidas”, “cagaclavos”...
El calor del caribe parece despertar las cargas de alegría que portan naturalmente las palabras, y que se liberan en explosiones de humor, edificando con ellas la utopía de un habla liberada de ataduras, que logre superar el humor melancólico del sur, como un signo de los tiempos: “el calentamiento global” nos iguala, ahora que “el mundo es un puto pañuelo”, se escucha en el sur la nueva música nacional, la cumbia villera, y “encima llueve como en el trópico. Pensar que antes te hacían la multa si llegabas a baldear la vereda”.
Aquí no hay burla, ni parodia, ni distanciamiento irónico por parte del narrador, que pinta episodios de hombres y mujeres (y en esto no hay diferencia entre escritores, periodistas, intelectuales, líderes, prostitutas, espías...) a la deriva de sus vidas y sus sueños. Siempre irrumpe lo anecdótico para desempolvar al personaje histórico: la bragueta abierta del Che en una visita colegial, la patadura de Fidel para el baile que preocupaba a sus hombres, el “irrazonable entusiasmo” de un profesor universitario frente a la escritura de un nuevo libro, Camilo practicando el brinquito en sus días de ilegal en la Yuma. Todos, al igual que los balseros que tanto transitan esta historia, viven al borde de la zozobra. El capítulo denominado “Obituario” lo confirma; todos, como mortales, reciben un trato semejante en esas partidas de defunción: “Apenas había pasado un mes del balneario cuando el dictador de Dominicana cayó en una encerrona coordinada por el Consorcio, mientras volvía de echarse una siesta con su mujer. Saltó del auto pistola en mano, pero igual lo acribillaron. Durante más de treinta años, había sido el rey de la selva. Ahora estaba muertísimo”.
La profusión, el exceso, lo hiperbólico, como procedimientos centrales en la novela, sacan de quicio a las visiones cristalizadas del pasado. Como un historiador peligrosamente autodidacta, que desconoce el rigor de la academia y se deja llevar por la fuerza del detalle, el narrador pierde la distancia necesaria para reducir conceptualmente la materia histórica, cuyos hechos se vuelven poéticos a través del trabajo de la alucinación: “Hay pocas cosas tan bellas como una bandada de jets surcando como patos salvajes los cielos del amanecer”, o del sueño: “Soñó que la Corriente del Golfo era un río esmeralda que se perdía a lo lejos como una ruta por el desierto (...) Una chalupa de zombies surgió bajo las luces estroboscópicas. El mar hervía de nadadores que procuraban asirse a las balsas. Desde la borda del guardacostas los rechazaban con los bicheros. De pronto apareció la balsa de los travestis, ovacionada por los turistas, a la cual le siguieron los antisociales, los rebeldes desencantados, los comunistas arrepentidos, los orishas de San Antonio, los revolucionarios puros y los escritores, aunque tal vez el orden fue otro”.
Lo que se pone de manifiesto es la incongruencia entre Historia y experiencia vital de los sujetos. Si la invasión a la Bahía de los Cochinos encarna una fallida contraofensiva capitalista-imperialista, su sentido histórico no se pierde pero se dispersa en infinitas partículas. El choque entre los hechos y su percepción configuran la misma dialéctica del chiste: “Pero no se trataba de un nubarrón de muñecas, como ella había supuesto, sino de paratrúpers carapintadas, que flotaban al viento luego de ser arrojados por los Invaders”; “Podría haber sospechado que se trataba de un submarino; que los rayos y centellas no eran sino bengalas disparadas desde cubierta por algún intruso naval. Pero se había pasado la tarde escuchando Radio Swan y ya estaba convencido de la llegada de Dios”. De ahí la riqueza de una frase que la alfabetizadora más joven de la isla, trasladada a un paraje surreal, le enseña a escribir a un viejo cieneguero: “Habrá hombres confundidos, pero pueblos no”.
Rosa de Miami teje relaciones insospechadas entre hechos y hombres y mujeres de nuestro pasado y presente latinoamericano, apoyada en las potencias gnoseológicas de la risa: el equívoco, como corazón del chiste, revela así la heterogeneidad radical del sentido.
Publicado en diario El ciudadano & la región, Rosario, 28 de noviembre de 2005.
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