Luis Alberto Spinetta
En octubre de 1984, el escritor argentino Marcelo Cohen publicó El país de la dama eléctrica, su primera novela. La había terminado dos años antes, mientras residía en España. Veinte años después, mientras hojeaba un ejemplar de su reciente reedición, recordé, con una inocultable cuota de imaginación, sospecho, el prólogo a una versión castellana de Memorias de Cody, de Kerouac, que supe tener alguna vez. En él, alguien rememoraba sus caminatas trasnochadas con otros jóvenes argentinos, al calor del alcohol y de las lecturas de los beatniks norteamericanos. Y cerraba el texto señalando que esos mismos amigos, empapados de literatura y vitalismo, habían sido eliminados por los militares durante la última dictadura. No pude dejar de recordar entonces a un Ginsberg anciano, viviendo en el departamento lindero al de su pareja homosexual de toda su vida, quien permanecía con su esposa e hijos, pero seguía manteniendo una relación familiarmente tolerada con el poeta consagrado. Eso apestaba, pensé. Por el contrario, esos trágicos argentinos se habían tomado muy en serio la búsqueda de la intensidad: la habían hecho parte de una actitud vital que modelaría todos los planos de la existencia, en lugar de convertirla en una actividad terapéutica de fin de semana.
La novela de Cohen tematiza las dos pasiones jóvenes por excelencia del siglo pasado: la sensual y la intelectual. Martín Gomel, un punk-rocker argentino, viaja buscando a su ex pareja, quien le ha robado el dinero necesario para armar una banda. La novela se estructura en un contrapunto de narradores y espacios: Martín en una isla del Mediterráneo; Gerardo, un intelectual que sobrevive a los milicos vendiendo slogans publicitarios y damajuanas de vino, en Villa Canedo. En ambos planos narrativos, que se suceden intercaladamente hasta el final de la obra, una misma trama de hechos se urde. Martín dice buscar una chica, mientras hace sus perfomances musicales diarias que alteran el equilibrio social de esas pequeñas comunidades. Ese cambio de coordenadas espacio-temporales, provocará que la “misma” historia devenga diferente. Ya el título, una cita de un tema de Hendrix, evoca los dos espacios de la novela: el lugar utópico del rock (“Y no es que haya estado: yo vivo en el país de la dama eléctrica”), por un lado; el lugar de la picana eléctrica, Argentina, por el otro. De ahí que cada espacio tenga su narrador: un pretendido amoral en el primero; un intelectual, pesadamente moral (aunque en crisis), en el segundo.
La novela de Cohen significó sin duda uno de los primeros intentos, dentro de nuestra literatura, por representar la cultura del rock. Y si bien son perceptibles las lecturas beats en su prosa, las estrategias y recursos compositivos que desplegó en esta obra tienen que ver con una tradición mucho más heterogénea y más rica. El automatismo verbal del ya citado Memorias... sólo aparecería tematizado en la novela (“Pero las palabras siguen, es divertidísimo. Es que no estoy hablando. En realidad, esto se dice solo. O a lo mejor alguien lo dice por mí. Que haga lo que se le cante”), que por el contrario demuestra un controlado trabajo de montaje. Otras marcas estilísticas como las onomatopeyas, que se repiten en la voz narradora de Martín, expresando esa intensidad que César Vallejo encontró en Trilce, y los juegos de palabras, que evocan los efectos verbales de la marihuana, hablan de un cuidadoso trabajo formal.
Martín, el rockero, posee una sensibilidad adolescente: sufre, exagera sus sentimientos (“todo me sarampiona”), siente todo en carne viva (“el cielo es tan transparente que me querría cortar las venas”), es ciclotímico y edípico, como él mismo lo declara: “Qué mambo, por favor, con mi madre”, “Me pregunto porqué me tendrá que enchufar la toalla de ese silencio mamastral”(...) “soy un neurótico”. Martín dice buscar a su chica pero sólo se encuentra con su madre, hecho que ciertos miembros despiadados de su entorno, en la isla y en el barrio, se lo señalan reiteradamente. Pero él abandona deliberadamente el ejercicio de la lucidez sobre sí mismo, para volcarlo solamente sobre los demás... Se siente enfermo, y proyecta su enfermedad sobre la naturaleza: “mirando el asma de la tierra roja que tiene un vello del color de la bilis”, “han encontrado la paz en este apartado rincón de un mundo cirrótico”, “un campo de maíz turbulento con sarna de tierra desnuda”. Ese naturalismo folletinesco de las descripciones no es ajeno al rock: una música (la más directa de las artes), efectista, que provoca la afección instantánea. La naturaleza está llena de artefactos para un rockero. En Villa Canedo Martín canta junto a un lago artificial, en la isla dice extrañar el cemento de la ciudad. El rock es el ruido de los aparatos: “Con los ruidos, con todos los matices de los ruidos, se hace el rock. Hay que estar atento al cling-clang de los molinetes en los omnibuses, al viento de las azoteas, al chirrido de las bisagras sin aceitar, a los portazos y las frenadas y las anginas y las máquinas de café y las preguntas que los chicos les hacen a los padres al salir del colegio, al escozor de los pinos también. Después se guarda todo en el cuerpo hasta que se acomode y se va cantando sin pensar”.
Martín tiene la cuota de estupidez necesaria para encarnar el rock. Es decir, falta de lucidez, de intelecto, exceso de cuerpo: “la música no debería juntarse nunca con las palabras; la música sola y perfecta es el dibujo de lo que no se puede decir y dice todo. Pero (...) algo enchastra la música con palabras”. El exceso de intelecto podría licuar su mito: esa mujer que dice buscar pero no lo hace, esa banda que quiere armar, cuando se sabe que un proyecto es futuro y él practica por el contrario una poética del presente. Por eso es plausible que su personaje contrapuntístico sea un intelectual, alguien siempre “pegado a una pregunta”. Martín en cambio necesita una creencia que alimente su diario vivir.
Si Burroughs pasa días observando un dedo de su pie en Tánger, no es nada más que una metáfora hiperbólica de su imposibilidad de olvidarse de su cuerpo. El almuerzo desnudo los hace desfilar: cuerpos, cuerpos, y más cuerpos... La hipocondría. Martín, el rockero, es quien puede poner el cuerpo: somatiza todo, se “castiga”. Sabe bailar. Todos los pensamientos son vividos corporalmente por él: “cosas que son como si te clavaran un alfiler”. Se lo han enseñado todos los héroes del primer rock que han practicado esa filosofía del desgaste corporal (“Está de puta madre eso de destruirse a sí mismo. Masacrarse, hacerse puré, y después armar todo de nuevo con los pedacitos, como un mosaico”), que lo acompañan fantasmalmente por todos lados. Pero de un modo no muy diferente a la manera en que los intelectuales son acompañados por las voces de los muertos. Martín mortifica su cuerpo a la intemperie, bajo la lluvia y el frío. Cuando al final del relato lo filman tocando, ataca al responsable porque le ha sustraído el cuerpo. Ya no necesitarán de él en el futuro para la transacción somática que es el rock, que por eso es espectacular... Todos los entornos, los de la isla y Villa Canedo, sacan placer del cuerpo de Martín: un medio, un aparato más que se puede usar.
El País de la dama eléctrica propone un cruce intenso de lenguajes, el rock y la literatura, que permite iluminar, con palabras cargadas de carnalidad, zonas estéticas que proponen cierto anti-intelectualismo, cierto oscurantismo. Y algo más: que saben decir sutilmente lo que puede suceder, en estas latitudes, con los cuerpos que se atreven a vivir o a buscar cierta intensidad.
Publicado en El Eslabón n° 55, Rosario, septiembre 2004.
No hay comentarios:
Publicar un comentario