Provincia de Buenos Aires es un título provocativo. De los nombres propios utilizados para encabezar los relatos, podríamos decir algo semejante: Marujita, El Dr. Raggio, Mabel Castrillo, Mary González, La pobre Choli, Águeda Tölchen, Cajoncito Hernández, Los Sosa, Las Frattini, Falo de María, La de Kelly, Hugo Luis, La Oveja Ferro, La Rusita, Tencha Ibarlucía, Los Jensen. Y el tercer elemento, que los aglutina, también nos titea: el relato (los relatos) sobre la infancia. Podríamos hacer confluir todos estos elementos en un mismo argumento: nos desplazamos otra vez por un terreno sólido de la narrativa, la recuperación del pasado a través de tipos y situaciones características, con sus agudezas de observación y sus denuncias, el detalle superfluo, la explicitación trivial, la descripción-inventario de hechos y objetos que abundan en el texto. Todo, podríamos decirlo, al servicio de un predicado sobre la vida social: la recuperación costumbrista de un mundo perdido. Esta visión de lo literario que nos irrita, que no queremos aceptar, nos incita (nos empuja) a la lectura. Así excitados, podremos leer esta serie de relatos (esta novela, había escrito antes), como la deconstrucción feliz e inquietante del malentendido costumbrista.
Todos los personajes conviven en un mismo pueblo, cuyo nombre jamás se da a conocer. Sólo se señalan con precisión las localidades, chacras y estancias vecinas, y ciertas fechas o meses del año. Podríamos creer que no se lo hace para preservar su potencia representativa: ese pueblo ficcionalizado podría valer por otros pueblos cercanos, con rasgos comunes. Si consideráramos la provincia como una topografía lingüística, pensaríamos que la lengua provinciana, la lengua muerta que reconstruye el texto con clichés, lugares comunes, giros coloquiales y refranes, trasciende la provincia de Buenos Aires de los años cincuenta, y se la puede reconocer, aun mediando la década del setenta, en las pequeñas localidades del sur santafecino. Pero el texto es mucho más que un reservorio nostálgico de decires perdidos.
Nada más lejano que la propia infancia, ni tan difícil de compartir como la ajena. Es en ese complicado espacio, de todos modos, en el que se desplaza la narradora. Esa voz cantante se sitúa, a excepción de dos relatos, en el lugar de los hechos: ella ha estado ahí para verlo o escucharlo. Esa voz, asimismo, teje el relato deliberadamente con las voces de todos, con las cristalizaciones verbales, con las palabras compartidas en una geografía y una época. Es en ese juego compositivo de citas donde aún resuena una vieja música, prelingüística, de pulsiones arcaicas que ritman la patria de la infancia. Si Provincia de Buenos Aires habla de un despertar al mundo de los adultos, a la hipocresía humana, al discurso, los destellos irónicos que se van sutilmente sembrando en la narración lo confirman: adquirir la palabra es perder tardíamente la inocencia. Esa lengua colectiva, necia, llena de eufemismos, que mediante figuras intenta ocultar el carácter trágico de la existencia, es corroída con humor y fantasía, junto con el mundo que esa lengua permite modelar. Esos personajes típicos del pueblo, con sus nombres familiares (por el uso y la confianza), se alimentan del adulterio, la traición, el asesinato, la superstición, la violencia, la estafa, la pedofilia y la homosexualidad, carcomiendo con su mismo accionar la moral que profesan. En casi todos los relatos se tensa ese conflicto, entre el Pretérito Imperfecto de lo cotidiano y el Pretérito Perfecto Simple con que acontece lo extraordinario. Cuando esto último sucede, la narradora hace suya una retórica casi folletinesca, del suceso, que se alimenta de una amplia iconografía Pop.
Provincia... plantea la construcción de una infancia (la de una niña, la de un pueblo), apelando a dos reconocidos modos de acceso a ella. La proliferación de nombres propios y objetos arcaicos como talismanes, pertenecería al orden de la invocación. La abundancia de telas, texturas, vestidos, constituye todo un lenguaje que la narradora ha aprendido de su abuela (mamá) modista, el del cuerpo y la sensualidad: “ese vestido grueso, casi un territorio, donde sin querer germinaron visiones y anticipos (...) todo el atuendo, como una flor caníbal, se pobló de pesados aleteos. Se anegó de ciénaga y oscuridad”. El tacto, el color y sobre todo las impresiones olfativas trazan el camino de la evocación. Ambas formas de contemplación se fusionan, en el segundo relato, en una expresión que celebra la imagen construida: “Así era.” Y es así, sensualmente, como se concibe al lenguaje, familiar y aterrador al mismo tiempo. La palabra dormida por el uso cotidiano puede usar “guantes de terciopelo” que, al rasgarse, muestren su pezuña. Aunque después, esa misma palabra, como los dedos brutales del monstruo, se vuelva “a cerrar, como guardando algo para siempre”.
Publicado en El Eslabón n° 61, Rosario, julio de 2005.
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