Como sucede con la obra de otros buenos poetas del interior, la de Estela Figueroa viene cobrando mayor visibilidad pública en los últimos años. Su participación en mesas de lectura, las ofertas editoriales que recibe o su inclusión en antologías nacionales y extranjeras son algunas de las formas en que se manifiesta. A las que se suma la reciente reedición en un solo volumen de sus dos primeros libros, hasta entonces prácticamente inhallables.
Máscaras sueltas fue publicado originalmente en 1985. A capella, en 1992. Bajo una misma unidad de tono, temas y procedimientos, ambos pueden considerarse frutos de un sostenido trabajo común, que cada tanto cristaliza en forma de libro. A diferencia de otros poetas en cuyos primeros trabajos se perciben titubeos o drásticos virajes formales en busca de una voz propia, Figueroa ya es una poeta madura –rondaba los cuarenta años de edad- desde su primera aventura editorial.
No es para hablar de mí
La parquedad, la economía, la falta de altisonancias en su decir son destacadas cada vez que se describe su poesía. A quien suela asociar un ethos humilde con un verosímil realista que evita hacer metaliteratura, puede provocarle cierta sorpresa el hecho de que esa actitud enunciativa conviva con una constante reflexión sobre la escritura poética, patente desde el primer verso del libro: “No es para hablar de mí que escribo”.
Desde un comienzo entonces, como una cuestión de principios, se alude al problema de la identidad en el discurso lírico. Tal vez sea un modo de plantearse cómo es posible concebir una poesía lírica contemporánea. Todos los títulos de sus libros hacen referencia al problema del sujeto enunciador lírico, o como quiera llamárselo (“yo poético”, “sujeto poético”, “voz lírica”). Aluden al modo en que se construye y se conforma ese sujeto dentro del discurso. Máscaras sueltas sugiere la búsqueda de su anulación a través de diversas máscaras. Que no sólo difieren del propio rostro sino que además son maleables, no están fijas, se cambian unas por otras. A capella, por su parte, evoca la conciencia clara que posee el poeta de estar construyendo un personaje de ficción, que tiene voz y que reflexiona en el propio texto sobre su naturaleza poética. El yo dentro del poema se vuelve una instancia fronteriza de varios discursos y voces, a través de “La experiencia de los otros”, como se titula uno de los apartados de Máscaras… El sujeto enunciador lírico ya no puede pretenderse inmaculado e ideal, se construye más bien en un proceso de contacto con el mundo: “Mis sentimientos rodean/ la cintura del mundo/ como dos largas manos/ cuyos dedos se rozan.” El poema es una puesta en escena en ese mundo, un pequeño teatro para un personaje que se da sus propias reglas de representación, en base a las heredadas: “Es octubre/ y en la modesta/ escenografía de mi casa/ los roles que me diste/ se mezclaron”. Si la poesía lírica tradicional creía reproducir un yo sensible y expresivo, míticamente homogéneo y unívoco, ahora la experiencia, nutrida de décadas de sucesivas vanguardias que minaron esa fe, lo ponen en entredicho: “Con el grito destemplado de la lechuza/ la que fui me llamó”. Pero lejos de la autoexaltación experimental, que para muchos resacralizó la interioridad del sujeto, el sentido de la poesía no anida ni en el sujeto poético ni en el objeto percibido o imaginado (“No es para hablar de la glicina/ que la comparo con una lluvia”), sino en su confluencia deseada: “y los pensamientos que ennoblecidos velan/ por un ordenamiento/ que lo abarque todo”. Como ejercicio ético, la poesía se vuelve el juego noble del pensamiento que ansía -causa y efecto del poetizar- algo que aún no se realizó, o en caso afirmativo se perdió fatalmente: “Veleidosa contemplación del convaleciente/ el hacia fuera/ y el adentro/ unidos.” Mientras tanto, se testimonia el ruido del cuerpo en roce con el mundo, su fracaso, su nota discordante, inarmónica: “donde mi mano/ -extraño pájaro-/ graznó torpemente/ y se fue.”
Romper con los afectos
Figueroa se desentiende de la visión tradicional según la cual la lírica, al decir del poeta español García Montero, es una “respuesta sensible a una motivación empírica”. Lo que no significa que se desentienda de los sentimientos. Por el contrario, están presentes en el cosmos que urde hasta los límites del sentimentalismo y lo patético: “Piensen que fueron las manos de una niña/ que ya murió,/ de una muchacha tímida/ que murió también”. Pero lo afectivo se penetra de un deseo irrefrenable de conocimiento: “el imbécil/ creyendo que yo me sentaba/ sola en el patio/ por las noches/ para soñar mirando tal vez la luna o las nubes/ cuando en verdad trataba/ de discernir en torno a mis emociones”, dice uno de los personajes –un modo también de distanciarse de lo dicho- que juega a encarnar la santafecina, burlándose del sentimentalismo irreflexivo atribuido a las mujeres. Se demuele el culto del sujeto expresivo, el sujeto sacralizado de las profundidades interiores: “Hay momentos en que mi cuerpo me parece/ como una casa abandonada.// Y no sé si soy yo/ o es mi fantasma/ que ha entrado en él/ por error.” Los sentimientos propios, cual espejismos o agujeros, se convierten en objeto de análisis y saber paradojal. Se rompe con los propios afectos naturalizados, como si fueran escenarios, símbolos y metáforas de la cambiante historia emocional del sujeto: “Cerraba los ojos/ para que no me cegara tanta luz/ y los abría: no había nada.// No eran más que visiones/ ejercicios./ Los sepultureros saben/ de estas cosas.”
También sorpresivamente, una recurrente desmesura imaginativa presiona los textos sin poner en cuestión la parquedad antes señalada. Que habría que atribuir, para ser más precisos, a su decir, y no a su comportamiento asociativo. El sujeto puede tornarse vampiro, madreselva, momia o novia abandonada, entre otras valencias semánticas. Con frecuencia valiéndose de la hipérbole: “Los bares de la ciudad están desolados./ Los negocios quiebran, ofertan, liquidan”.
A pesar de esa propensión al desborde, la movilidad de los sentimientos, los “agujeros” de sentido que minan el orden, la solidez de las estructuras del ser, son captados por la sutileza de los sentidos (“Así he sentido a mi corazón/ desenroscarse como la hoja del «nido de abeja»”), que permite entrever los indicios de una catástrofe sentimental: “Quién escribe/ en una cinta/ una historia amorosa?/ Ahora es como el rosario/ que cae al suelo con estruendo/ desde las manos del muerto.” La crueldad finalmente se revela como efecto sentimental de la lucidez: “encontré fotos/ de un rostro triste/ pensativo/ meticuloso y sonriente/ cruel:/ había sido poeta.”, se dice de Emily Dickinson, una suerte de doble de la autora.
Un estilo propio
Cierta recurrencia de temas, recursos y rasgos enunciativos conforman un estilo, un modo de decir propio de Figueroa. El uso particular de la sintaxis tal vez sea una de sus marcas más visibles. Suele avanzar mediante proposiciones o sintagmas que coinciden con el verso y raramente se fracturan, articulando la entonación propia del diálogo o el soliloquio (“La palabra era. El barco era. La embarcada./ Era la proa. No. El mascarón sobreviviendo al naufragio.”), como un discurrir que parece buscar la precisión de sus enunciados mientras avanza. La repetición (recurso de la morosidad o de la detención) funciona en ese sentido, sobre todo a través de las anáforas, que puntúan la indagación: “Era una puerta que se abría se cerraba/ porque yo no tenía llave./ Porque la puerta no tenía cerradura./ Porque yo era el extraño./ Porque yo estaba encerrada./ Porque yo tenía agujeros ventanas más puertas pequeños cuencos”. Los largos guiones –a veces reemplazan a las comas, cuando estas últimas no se eliden sin ninguna reposición- corrigen la percepción, actúan como herramientas de esa misma búsqueda: “se detenía en cada detalle/ –ampliándolo reteniéndolo–”. Junto con las reiteradas conjunciones negativas, que interpretan los posibles efectos de las palabras en el interlocutor, para encauzarlos hacia otro sentido posible.
A pesar de citar algunos versos de Gottfried Benn, Figueroa parece no seguir sus preceptivas, al menos la que prescribe evitar la utilización del “como”, cuyo uso abusivo provocaría una fractura de la visión o la caída de la tensión lingüística del poema. Por el contrario, Figueroa hace un uso deliberadamente reiterado del comparativo: “Hay que cerrar la casa como cuando llega la noche./ Que sentarse como para abrir una carta./ Que acostarse como para recibir una enfermedad./ Que levantarse como para ir hacia la puerta/ como si se hubiera escuchado que golpean.”
Comparar es de alguna manera traducir, establecer un lazo con un interlocutor a partir de un imaginario común. Esa unión se refuerza mediante las figuras patéticas, que recurren en los finales de los poemas, a veces repitiendo la fórmula apóstrofe más exclamación: “Transeúnte que pasas desprevenido junto a mí:/ ¡me llueve en los ojos!”.
Por una poesía civil
Con esos recursos, la poesía de Figueroa construye personajes cercanos, reconocibles, anti épicos. De ahí los objetos que ocupan su atención y los definen. El bestiario doméstico (los bichos): gatos, cucarachas, hormigas, moscas. Las plantas del hogar. Los elementos más cotidianos con los que convive el poema: “En el cajón de la mesa lo escondí/ junto con remedios, resultados de análisis y facturas.”
“No es para hablar de mí que escribo”, advierte desde el principio quien con su oficio aspira a crear un espacio público, compartido. La poeta que medita sobre las reglas del género, que acepta las palabras como vínculo y construye personajes de ficción, se vuelve también un individuo que recorre la ciudad para convivir con los demás: “La obsesión de sobrevivir cubre nuestros días./ Con ella vamos a lo largo de las calles incendiadas de sol.” El espacio del lector se construye como ámbito de complicidad: “Compatriotas,/ júzguenlas con benevolencia.” Ese personaje no es el dueño de la verdad. Desde la humildad, indaga su educación sentimental y se interna en la producción artificial de intimidades. Apela al lenguaje cotidiano, a los tonos coloquiales. Y en ese juego de tensiones que fuimos describiendo, produce objetos felices, que nos persuaden de su derecho a la existencia, hasta de la necesidad de compartirlos con los demás lectores.
Publicado en BazarAmericano, abril-mayo 2010.
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