El que está cruzando el río nació en San Nicolás (provincia de Buenos Aires) en 1972 y vive en Rosario desde 1990.
Es profesor y licenciado en Letras, y Doctor en Humanidades y Artes, con mención en Literatura. Colaboró con reseñas, notas y entrevistas en el periódico El Eslabón, el diario El ciudadano & su región, el diario digital Redacción Rosario, el suplemento "Señales" del diario La Capital, la revista Diario de Poesía y en la sección reseñas de
http://www.bazaramericano.com/.
Es uno de los responsables de Salón de Lectura, sección de escritores del banco sonoro
Sonidos de Rosario y seleccionó y prologó Imaginarios Comunes. Obra periodística de Fernando Toloza (Córdoba, Editorial Recovecos, 2009).
Escribió
Letras de rock argentino. Género, estilos y transposiciones (1965-2008), Baja tensión (Rosario, Editorial Municipal de Rosario, 2012), Desaire (Bs. As., En Danza, 2014) y el inédito Locales y visitantes.

lunes, 27 de septiembre de 2010

La sabiduría del poeta. Poesía Peruana. La piedra alada, de José Watanabe. Bajo La Luna, Buenos Aires, 2009, 68 páginas.


Como no dejan de advertir las reseñas biográficas disponibles en la web, José Watanabe (1946-2007) fue hijo de madre serrana y padre japonés, ambos campesinos pobres en una hacienda azucarera cercana al pequeño pueblo de Laredo, Perú. El destino quiso que su suerte cambiara: ganaron la lotería y se mudaron con sus hijos a Trujillo, capital de la provincia. José migraría años más tarde a Lima, para seguir sus estudios superiores. De su padre culto –era un asiduo lector, pintaba y hablaba varios idiomas- aprendió el arte del haiku y el control de las manifestaciones emocionales. Ambas prácticas nutrieron sin duda su poesía despojada, en la que una mirada humilde, desinteresada y serena se aplica a la naturaleza, dejando atrás las pasiones y preconceptos del observador. Aunque su belleza inusual responda, más precisamente, al modo en que dichos rasgos se misturan con la dura y áspera templanza andina heredada de su madre, según sus propias palabras, y un declarado pesimismo que la alejan felizmente de cualquier exotismo o acartonamiento expresivo. El ethos resultante se insinúa en los sombríos versos del nicaragüense Joaquín Pasos, que hacen de epígrafe de La piedra alada: “Cuando lleguéis a viejos, respetaréis la piedra,/ si es que llegáis a viejos,/ si es que entonces queda alguna piedra”.
Esa sustancia mineral, caracterizada por su opacidad y dura consistencia, aparece en cada uno de los poemas que integran la primera parte de la obra. Por un lado, la piedra pone de manifiesto la insistente traslación imaginativa –presente además en los siguientes apartados del libro- que los hombres llevan adelante a través de metáforas, comparaciones, fábulas y mitos, y que la convierten en huesos de animal prehistórico, bueyes, una montaña, un ave, una hermana severa o en seres extraños fugazmente atisbados en la niebla, entre otras entidades. Al mismo tiempo, por sus mismas cualidades, la piedra les devuelve un lenguaje mudo, o poco claro, interpelante: “Ay poeta,/ otra vez la tentación/ de una inútil metáfora. La piedra/ era piedra (…) nos guarda/ en su impenetrable intimidad” (“La piedra del río”). Por todo esto, su contemplación puede devenir en arte poética: “No más alta que tu rodilla,/ la piedra te pide silencio. Hay tanto ruido/ de palabras gesticulantes y arrogantes (…) Tú mira la piedra y aprende: ella,/ con humildad y discreción” (“Jardín Japonés”).
La piedra alada testimonia la huella que dejaron en el poeta sus años infantiles en Laredo: “Allí,/ según costumbre, sembraron mi ombligo/ entre la juntura de dos adobes/ para que yo tuviera patria” (“El vado”). De ellos provienen en gran parte las vivencias recordadas: el baño en el río con amigos, las hambrunas, el cruce de un vado, la matanza de cerdos. El poeta, como el sabio, recurre a su memoria, donde se acumulan los hechos y situaciones que por su frecuencia o intensidad atesora, para componer escenas con aires de parábola, en las que recurren los animales –el sapo, la tortuga, el topo, entre otros-, mejor valorados que los charlatanes (“pasaban profetas/ que repetían monsergas en nombre de un dios”, “El pan”), o las acciones ejemplares de los pobres campesinos. Pero esa sabiduría no se posee sino que se desea alcanzar: “pasan mis paisanos, siempre gente de paciencia/ y razón./ Oh tierra natal, ¿por qué no me diste tu sensatez?” (“La plaza”).
Los textos de Watanabe dan cuenta de una mirada que busca hacer coincidir conocimiento y experiencia del mundo, pero que suele fracasar, exhibiendo los límites del lenguaje: “Cómo te lo digo: para el lenguaje/ subir y bajar son dos conceptos enfrentados” (“El árbol”). Cuando el encuentro acontece, aun la adversidad se percibe como expresión de un mundo armónico y se suspende el pesimismo de la razón: “pero éste no es un lugar para resolver desafíos:/ ya crece otra vez el inocente retoño de la caña/ que detiene, que diluye, que sosiega/ todo rencor”. Ése es el clima emotivo en el que se abriga la voz del poeta, un tono adecuado para cantar el mundo. Como inmejorablemente dicen los versos de Watanabe: “La sabiduría/ consiste en encontrar el sitio desde el cual hablar”.

Publicado en "Señales", La Capital, 27/9/09.

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