De las cosas que no se ven y sin embargo nos constituyen, nos “dan a luz”, y por eso mismo son las cosas de las que hay que hablar, se ocupa obsesivamente Alberte en su último poemario. Para ello sitúa al sujeto poético en una geografía sureña, compuesta por “el río de la plata/ marrón de la plata del barro del fondo”, la playa, el cielo nublado y “un aire como un soplo clandestino/ de oxígeno y angustia por partes iguales”. Objetos invisibles, que presionan desde la oscuridad (“que no se dicen así/ pero son”) y que desde la indeterminación gramatical y genérica –el carácter neutro aludido en “me refiero a esto”- actúan como motores emotivos de la escritura, para un sujeto que dice ocupar el vacío del papel en blanco entre dos nombres propios, entre eros y tánatos, o como se señala más prosaicamente, “entre la cama y el cementerio”.
Esa operación de transparentar la opacidad del mundo y sus objetos, de descubrirlos, de hacerlos emerger de la “sepultura” terrestre, evoca el impulso gnoseológico –siempre pasional- de la poesía, sugerido en el título –“escritos” puede valer como el sustantivo y menos estético “textos”- y en los epígrafes del libro. Se lleva adelante con un decir sin mayúsculas, frecuentemente encabalgado, que recurre a giros coloquiales, sintagmas expositivos (“vale decir”) o imágenes en esa misma tesitura antipoética: “el grueso poncho del invierno con olor a naftalina”.
Poema a poema insisten los determinantes “este”, “esta”, “esto”, “ese”, que señalan la imagen de un momento o de un objeto, como poniéndolos ante los ojos. Descompuestas molecularmente, se recuperan de este modo escenas familiares del pasado (“todas estas cosas quedaron atrás”): una cena, la hora de la siesta, la televisión compartida, el galpón del abuelo o el -ahora sorprendente- fácil camino “a la risa de la mano” de la amada. Tanto determinantes como imágenes yuxtapuestas parecieran intentar oponerse, dramáticamente, a la pérdida que supone “el arrastre magno de las pequeñas/ cosas que fuimos/ o las cosas que somos siendo arrastrados”, ralentizando con la instantaneidad visual la fluencia del lenguaje y sus referentes, o situándose a través de recurrentes deícticos (“ahí”, “aquí”, “allí”) en la imagen sin tiempo, a través del recuerdo, de una primera vez, mítica, fabulada. Aunque también en esto se pueda fracasar: “no recuerdo la primera/ vez que vi el océano”.
A pesar de la visión sombría del poeta (“pero te decía: toda ha sido un inocente/ intercambio de palabras hasta desaparecer”), se cree en el poder y en la necesidad de su oficio, porque “alguien tiene que pensar en estas cosas/ y decirlas, vislumbrar/ las palabras que dividen/ el resto de la oscuridad”. Asumiendo esa incomodidad, Alberte logra con un decir deliberadamente antimusical una poesía personal, cargada de sugerencias.Publicado en Diario de Poesía, Buenos Aires-Rosario, n° 80, mayo a octubre de 2010.
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