Con la prisa de quien tiene los días contados, el colombiano Andrés Caicedo escribió compulsivamente miles de páginas desesperadas. Junto con casetes, diarios y revistas, esos papeles se acumularon durante años en el cuarto de la casa familiar, al que supo regresar, a la deriva de sus crisis emocionales, una y otra vez. Tras su muerte, su madre guardó con candado el material en arcones y baúles: esos cofres atesoraban, como en una versión libre de un cuento de Poe (héroe literario de Andrés), lo que había consumido la vida atormentada de su hijo. Años más tarde, su padre reabrió los baúles para “descubrir poco a poco” a su hijo. Los amigos y admiradores de Andrés accedieron luego a los manuscritos. Se encontraron con novelas, cuentos, memorias, poemas, guiones de cine, entre otros textos que catalogaron y seleccionaron después para publicarlos. Desde entonces, Caicedo es considerado un precursor de la narrativa contemporánea de Colombia. En vida, dirigió obras de teatro y películas escritas o adaptadas por él, publicó cuentos en revistas y suplementos dominicales y cientos de críticas cinematográficas. El día en que recibió un ejemplar de su primera y única novela publicada, ¡Que viva la música!, decidió quitarse la vida.
Memorias atormentadas
El cuento de mi vida es el nombre que recibieron las memorias de Caicedo, compuestas por textos extraídos de cuatro cuadernos fechados entre 1974 y 1977. Se acompañan de fotos y de dos cartas, una encontrada el día de su muerte en el rodillo de su máquina de escribir y otra, sobre la mesa del comedor de su último domicilio. Con estos escritos autobiográficos, dictados “automáticamente”, el colombiano pretende hacer una suerte de “laboratorio” de sí mismo -algo que de alguna manera resulta toda su obra- que lo ayude a comprender y manejar “la maraña de hechos oscuros y velocísimos” que lo rodean. La sensibilidad de Caicedo no sólo recuerda la inmadurez romántica de Scott Fitzgerald, sino también la lucidez devastadora y amarga que destilan los ensayos del norteamericano agrupados en El Crack-Up.
El autor repasa sus actos cotidianos y pasados con una distancia inhumana, como si correspondieran a diferentes personajes a los que jugó sin demasiado éxito o convicción: “fui dando la imagen del niño que no ha crecido o se niega a crecer”. Caicedo percibe, piensa y siente el mundo desde una sensibilidad extremada, adolescente. Sufre “incalculablemente” y sobre todo teme: “que no llevo sino mi poquito más de destrucción, mi capacidad de terror minada por el terror mismo”. La realidad le duele trágicamente, como si los hechos del mundo le llegaran sin ningún filtro emocional o intelectual. Los amores desesperados, el sexo poco convencional (“prostitución, masculino, poca estabilidad emocional”) y el consumo de drogas que le quitan el cansancio de sí pero lo vampirizan (“un parásito que ya empieza a dejar conocer los primeros síntomas de la devoración”) dan tema pero sobre todo forma a la escritura, que a pesar de hundir sus raíces en los imaginarios del melodrama se salva del patetismo y la autocompasión con toques de ternura y de una capacidad imaginativa que no declina.
Destinos fatales
Angelitos empantanados (o historias para jovencitos) reúne tres relatos que comparten a los personajes Angelita y Miguel Ángel, en una suerte de saga a la que se podría agregar Cali como tercer protagonista común. La ciudad que cobija las historias es retratada con la ambigüedad de quien ama y odia su tierra natal. Siempre aparecen sus calles, edificios, barrios y zonas que exhiben a un tiempo belleza y fealdad, espacios para el amor y el desencuentro, la felicidad y la amargura. Sin caer en el panfleto, Caicedo recurre a tipos sociales y acontecimientos históricos que instalan lo político en los relatos de un modo alucinado: “el río Cali se desbordó una vez más, ocasionando grandes tragedias. 65 jóvenes de ambos sexos perecieron ahogados en el grill Latino mientras un solo de trompetas”.
Tanto en “El pretendiente” como en “Angelita y Miguel Ángel” y “El tiempo de la ciénaga”, la sintaxis de Caicedo es arrebatada, transmite esa sensación de apurada desesperación con que unos jóvenes burgueses, puros y enamorados, se desbarrancan física y moralmente.
El entramado de términos locales, diminutivos inusuales y construcciones sintácticas aquí desconocidas (“yo andaba era de un lado para otro”) vale como un plus de musicalidad para los lectores argentinos. Ese registro de la oralidad, junto con las ocurrencias del narrador, alienta un fuerte sentido del humor a pesar del dramatismo de las historias “recuperadas”: “se montaron en un carrito Simca blanco que ella manejaba. Lo cierto es que nunca tal color me transmitió tanta vileza”.
Los amores locos
Calicalabozo es el nombre que el mismo Caicedo pensaba darle a su colección completa de cuentos. Consta de quince textos, algunos publicados en revistas y suplementos y otros seleccionados como las “mejores versiones” inéditas de las múltiples encontradas en los baúles. El joven escritor, nunca conforme con lo producido, retomaba sus historias para mejorarlas, pero en lugar de corregirlas terminaba transformándolas en otras bastante diferentes. Para comprobarlo puede leerse el último cuento de la serie, “Berenice”, y cotejarlo con “Angelita y Miguel Ángel”, del libro antes comentado.
Escritos en su mayoría en 1969, los textos dan cuenta de la fascinación de Caicedo por el cine y por los géneros literarios poco prestigiosos. Personajes encerrados que reflexionan, escenas de canibalismo, crímenes diversos recurren en sus historias, entre las que se destacan las narradas por “Los mensajeros”, “Calibanismo” y “Los dientes de Caperucita”.
El punto de vista de las narraciones cambia vertiginosamente: el narrador pasa de la primera a la tercera persona, o intercala diálogos, de modo casi imperceptible, transmitiéndole al lector la confusión de esas vidas adolescentes. Si bien las historias parten de una situación inicial bien trazada, pronto el “atolondramiento” del narrador de turno interviene para desmadrar sus tramas: sólo lo que se experimenta en el lenguaje parece sostener los relatos que se desentienden rápidamente del verosímil planteado desde el comienzo.
Ese desborde es el responsable de las mejores páginas de Caicedo, pero también de las menos interesantes, en las que el lenguaje sucumbe a las imposiciones del personaje. En unas como en otras, el joven escritor se propone responder, con diferentes rodeos, preguntas que no siempre se explicitan: ¿quién soy yo?, ¿por qué sufro tanto?, ¿cómo y por qué debo vivir? Los datos de su biografía hacen pensar que se las tomó muy en serio.
Publicado en "Señales", La Capital, 12/4/09.