Se trate de un hecho azaroso o no, lo cierto es que la publicación casi simultánea de la primera y de la última novela hasta hoy de Alicia Steimberg (Buenos Aires, 1933) invita a cotejarlas, a encontrar sus puntos comunes y sus diferencias.
En Músicos y relojeros, aparecida originalmente en 1971, una voz adulta rememora, desde una óptica infantil —luego adolescente—, los años en que Alicia, huérfana de padre, convive junto a su madre y hermano con tías y abuelos maternos, en una misma casa. Estructurada en breves capítulos, la novela compone escenas de una familia de judíos pobres, en las que confluyen costumbres, prácticas y voces propias de las décadas del 30 y del 40. Esas estampas suelen recuperar, a través de los tiempos verbales preferidos por el costumbrismo (el pretérito imperfecto y el futuro perfecto), los hitos familiares, las experiencias personales y los hechos sociales y políticos que trastornaron la suerte familiar.
Los relatos que se suceden en Músicos y relojeros pueden ser leídos como episodios de una novela de formación, velada —sólo se explicita brevemente hacia el final el derrotero futuro de la narradora— y trunca —se detiene con la muerte de la abuela más influyente de su historia—. La felicidad de la obra responde, entre otras cosas, a la ironía de la narradora y a la reconstrucción deliciosa de los registros coloquiales de los personajes.
La otra novela recién editada, La música de Julia, cuenta la historia de Eduardo y de Julia, dos ancianos que, habiendo sido amigos "de toda la vida, desde los años del colegio", se involucran amorosamente. Como escritores y trabajadores de la cultura, viajan por el país y el mundo o recorren Buenos Aires, compartiendo los tics de "la clase media ilustrada", según las mismas palabras de Eduardo. Decidida a no volver a escribir, Julia se limita a hacer anotaciones en un cuaderno, que su compañero pasa en limpio, glosando los textos originales, agregando recuerdos y reflexiones de su propia cosecha, para transformarlos en la novela que resulta el mismo libro.
En ese texto se anotan vivencias, pensamientos, sueños de quienes a partir de ciertos hechos traumáticos —entre ellos, una operación quirúrgica delicada— reaccionan ante los signos físicos y sociales de la vejez, cuya presencia se torna agobiante en el relato. El hecho singular de una mujer hipoacúsica que escucha fragmentos de canciones, tan vívidos como si sonaran en el exterior y no interiormente como en verdad sucede, o el relato de sus sueños eróticos, no alcanzan para perturbar una visión necia y un tanto complaciente sobre la vida, las obsesivas referencias somáticas, o los clichés verbales de quienes se identifican como consumidores de cultura. Tampoco lo hace la voz de Eduardo, que se mimetiza en su admiración con la de Julia.
A diferencia de otros novelistas que afinan su pluma con el oficio y la experiencia que dan los años, a Steimberg parece sucederle algo similar que al David Viñas novelista. Sus producciones más tardías no logran alcanzar la intensidad y la buena factura de sus propuestas iniciales. Como si el saber, algo que crece con el paso del tiempo, no fuera un ingrediente esencial o determinante del trabajo artístico.
En las dos novelas de Steimberg se describen personajes y situaciones características. Sin embargo, el cotejo entre ambas exhibe las luces y sombras de los imaginarios narrativos reconocibles. Es la tensión entre lo característico y lo singular, entre los temas y el lenguaje para expresarlos, lo que hace respirar a los textos que los circundan. Si La música de Julia se resiente por su falta de oxígeno, de combustión imaginativa e ideológica, Músicos y relojeros late dramáticamente, cantando melodías que se aman y se odian a la vez, que aún tienen la virtud de no coincidir consigo mismas.
Publicado en "Señales", La Capital, 5/10/08.
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