Hay títulos que resultan atractivos y sugerentes, aunque no den debida cuenta del contenido global de un libro. El de Buceo, cuarto poemario de Edgardo Zotto (Rosario, 1947), parece ser uno de ellos. Es cierto que da pie para el atractivo arte de tapa y el juego de palabras de contratapa, a cargo del editor, mientras alude también a una playa nombrada en el texto, a las resonancias acuáticas de algunos poemas y sobre todo a la acción de capturar imágenes en las profundidades, una analogía posible de la tenaz y paciente búsqueda del poeta, como la entiende el autor. Pero “rastreo”, por las numerosas pistas que deja el libro (“En el cruce de los caminos/ sin saber cuál tomar”), se nos ocurre un nombre que hubiera resultado más justo con el canto preciso y tan respetuoso del silencio que ofrece Zotto: “Bucear en lo perdido/ y hallar el rastro,/ la estela de lo nuevo.”
Esa paciencia y serenidad de la espera, que posterga el anunciar, el decir, se da en este caso aun en términos biográficos: el rosarino, como todo autor tardío en publicar, se ha tomado su tiempo para persistir en sus obsesiones y reflexionar sobre el propio quehacer. Como manifestación de esa fuerte impronta metaliteraria, se puede considerar la caracterización que brinda Buceo del poeta, como parte de “Esa tribu sin tierra/ que sin dudar/ sigue huellas inciertas”. Ese buscador de confines, que se aleja del tráfico de las palabras, articuladas, trilladas, se encuentra finalmente con sus límites: la música, la imagen y el silencio, elementos nucleares de su pensamiento estético.
El silenciero
El poeta libera a la materia del silencio (“Pero si hay paciencia/ la piedra de lo que calla// algún jugo soltará.”), y la hace cantar, insensatamente, sensualmente. Como se sugiere en “Frases, líneas, música”, el poeta no piensa con conceptos: “Por la fuerza de las cosas/ que insisten en ser cantadas// se convierte en alguien que no puede/ pensar una palabra sin la imagen/ que dibuja la melodía que la cubre”. Esa carencia de certezas, esa falta de aprendizaje, de sentido único y claro, de esa capacidad de discernir (“Alguien borró las diferencias”), se señala con obstinación, sin lamento ni reproche, en casi todos los poemas. Lo que felizmente se oculta es el sentido razonable, vuelto herramienta transable en el mercado de valores, el que podría volverse equivalente de otra cosa: “Bajo nombres que/ se aquietan hasta desaparecer/ queda esa luz// que sólo es nuestra.”
Si el poeta es un buscador, debe cuidarse de llegar a ser un buscador excesivo. Ese peligro, esa limitación de la palabra humana viene enunciándose por siglos. Debe entonces saber cuándo retroceder. Por ello, el silencio puede resultar una salida. No se puede ir más lejos con las palabras —de límites habla el epígrafe de Maurice Blanchot que encabeza el libro: al fallar las palabras, cede su confín, la memoria—. Porque el habla nos defrauda (“¡tantas cosas se pierden/ en la traducción!”, se señala con ironía), experimentamos la certidumbre de un significado que nos supera, se nos escapa y nos envuelve.
Cuando el lenguaje de los hombres bordea con la luz —otro límite—, se vuelve inarticulado, música, como la del niño antes de aprender a usar las palabras: “En la mirada/ del que fui/ y al que voy regresando”. Si la poesía se convierte en música cuando alcanza la intensidad máxima de su ser, es porque resulta un modo de “aternurar lo que se va”, como dice el verso citado de Beatriz Vallejos, una manera de “atesorar la sombra/ de lo que se ha ido/ y fatalmente/ insistirá en volver”, agregará Zotto, en la segunda parte del libro, el “Pequeño homenaje” que le brinda el autor a la poeta santafecina.
Con una destreza rítmica destacable, resuenan en Buceo la sintaxis y el ethos de Joaquín Giannuzzi y la sensibilidad social y humana de Juan L. Ortiz, voces que asimila Zotto a su propio canto maduro, bello y singular.
Publicado en "Señales", diario La Capital, Rosario, 24 de octubre de 2010.
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