Un poema extenso, cinco más breves y dos imágenes componen el mínimo Rocamora, un libro que parece detenerse cuando una voz personal apenas alcanzó a cobrar forma. Como si su parquedad verbal bastara para hacer una declaración de principios: sobre la ciudad natal, la naturaleza propia, la política, los poetas, la poesía; en ese mismo orden. Tal vez por ello, una vez que el pequeño mundo se levantó sobre esos principios, sobreviene el poema “Final”.
La serie se inicia con “Rocamora”, “una palabra compuesta/ que a mitad de recorrido se hace peatonal”, la calle por la que se regresa a una pequeña ciudad y a sus emblemas emotivos, contaminada por el campo (uno de sus límites, el cementerio, “es la tranquera”, hay una “fronda”, “palmeras” y un “baqueano”), como el río lo está, en otro poema, por la historia y la urbe.
Alguien que reside “en una ciudad/ que la lluvia no cubre completamente” guía al lector por esa arteria principal, describiendo sus rasgos y a sus transeúntes, recuperando el pasado vivido por él y sus ancestros, temporalidades sepultadas en varios estratos (“al lado está el pelotero/ pero antes en ese terreno/ había canchas de paddle/ y antes/ vivió lópez jordán”).
La fisonomía sonora que se alcanza en el poema impregna el resto de la obra: versos que coinciden con cláusulas, sin pausas internas, que esporádicamente superan los grupos fonológicos del español. Excepto unos guiones que enmarcan acotaciones estróficas en el margen derecho, el punto es el único signo de puntuación utilizado. La falta de mayúsculas en los nombres propios (que a veces suponen una carga emotiva que el lector no tiene porqué compartir), versos compuestos por cristalizaciones orales o citas coloquiales entrecomilladas, más pinceladas de humor (en general, autorreferenciales: “No voy rápido:/ las cuadras tienen setenta metros”) y un uso medido de los tropos, configuran el ethos del yo poético.
“El río que conozco” dimensiona un cauce natural por las experiencias humanas que congrega. Y tras narrar algunas anécdotas, reflexiona con agudeza y sensibilidad sobre las posibilidades y límites de la evocación: “La apología/ la nostalgia por un paisaje/ a punto de abandonarnos/ la pretensión de olvidar/ los ideales del bronceador/ y la cerveza helada:/ puede ser./ Es el río que conozco”.
El breve “El humor cordobés” ensaya una lectura de los consensos actuales, desde la intimidad del hogar hasta las instituciones mediáticas y culturales. “El campo” y “Boomerang tejerían” oponen a las altisonancias de quienes utilizan a la literatura como un modo de distinción social, un compromiso vitalista con las materialidades de la lengua, siempre compartidas.
El feliz “Final”, hace de una canilla el símbolo veraniego de una música ciudadana, “cantante/ desprolija”, que congrega democráticamente a todo sus actores, y augura un estallido tormentoso (poético, político) que nos libre finalmente de “nuestras miserias”. Publicado en Diario de Poesía, Buenos Aires-Rosario, n° 77, diciembre 2008 a marzo de 2009.
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