Como otros escritores rosarinos, Delia Crochet llegó tardíamente a su primera obra édita. Lo hizo con Bajo la quieta luz de un farol, ganadora del concurso municipal Manuel Musto en 1998. La reciente aparición de La forma de la manzana, su tercer libro, da cuenta de su sorprendente madurez compositiva y obligará seguramente a los historiadores de la literatura local a brindarle un mayor espacio en sus panorámicas de la narrativa contemporánea.
La literatura de Crochet puede, a simple vista, prestarse a confusión. Los nombres propios, las locaciones pueblerinas o urbanas, las inflexiones de la lengua coloquial, la elección de los personajes, construyen, en apariencia, un mundo familiar y fácilmente reconocible, solidario con la narrativa costumbrista. Sin embargo, su prosa precisa y sobria —con centelleos de osadía imaginativa— instala una visión despiadada y sombría de la realidad, poco amiga del juego de las identificaciones y los reconocimientos. Al igual que la de los relatos kafkianos, la felicidad que provoca no proviene de sus temas o motivos, que dejan a menudo un sabor amargo en la boca o cierta desazón en el ánimo, sino de su destreza formal y su poder de sugerencia.
En "La forma de la manzana", el primer cuento del libro, las sombras de un departamento pueden convertir el rostro de un anciana "en una máscara", mientras advierte "la anormalidad" que mina periódicamente su mundo de "sábanas blancas" y se interna en un viaje hogareño al corazón de las tinieblas.
La atmósfera infernal que se compone a propósito de una noche de tormenta y deseo en "Adorado John", da cuenta del fino humor de la narradora: "Un relámpago feroz e innecesario mostró el vértice de la plaza". Este cuento hace serie con otros situados en un pequeño pueblo de provincia, bajo la mirada de un narrador familiar y a la vez extraño al medio. Las convenciones sociales resultan ficciones no menos idealizantes que las literarias, aunque se propongan, vanamente, más tranquilizadoras. La vejez, los reencuentros con el pasado y sus figuras, suelen ser tópicos que reaparecen para exhibir el fracaso de los sueños de juventud. En "Tu cara bajo la luna", "Pompas" y "El amor en la hierba" cierto bovarismo litoraleño muestra sus límites dramáticos, y los sueños son interrumpidos por la realidad con la misma contundencia con que lo hace "una piedra en el camino".
Aun en su roce con la enfermedad y la muerte, el deseo insiste "como una flor carnívora" y con el peso de lo "irremediable", en historias donde los personajes no hacen lo correcto sino lo que se les impone casi físicamente.
Cuando las escenas urbanas —el bar, la galería comercial— parecen reconocibles a partir de ciertos rasgos característicos, Crochet se interna en el relato fantástico y narra desde el punto de vista de una mesa o descubre el infierno laberíntico en el subsuelo de la urbe comercial. O respeta las reglas del relato realista para narrar un escape desesperado en una ciudad que se vuelve un animal salvaje detrás de su presa ("La pasajera") o el escándalo que a cada paso pone en entredicho la necedad e hipocresía de los buenos ciudadanos, en "vísperas" de felices fiestas.
Al tiempo que los cuentos se traman con precisión de orfebre, eligen con sabia economía los objetos que, con densidad poética, cargan simbólicamente las anécdotas. Así se suceden una vieja usina devenida en cetáceo pampeano, veredas que se rompen "como un bizcochuelo en la boca", una heladera que se alza blanca y majestuosa como una novia o desvanecidas pompas de jabón hechas con la bombilla del mate y un fuentón.
Como se dice a propósito de una manzana recién pelada en el cuento que titula la obra, la escritura de Crochet adelgaza con contundente eficacia las apariencias del mundo y, uno de sus mayores logros, sabe callar a tiempo, una vez que se ha insinuado el "claro vacío" que lo sustenta.
Publicado en "Señales", La Capital, 24/8/08.
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