Las figuraciones civiles de El Maldonado, el último trabajo publicado de Miguel Ángel Petrecca, parecen haberle dado consistencia poética a algunas de las hipótesis que Marcelo Cohen aventuró sobre la Ciencia Ficción en las puertas del nuevo siglo. Aparecidas en la revista Punto de Vista, hablaban, entre otras cosas, de “la impertinencia del pasado y la obturación del futuro”, de ciudades donde este último ya llegó pero aún se le teme porque “no está (definitivamente) clausurado”.
En la Buenos Aires de Petrecca, “un desierto de chatarra” en permanente reciclaje, todo parece tener un destino de caducidad y a la vez una inagotable capacidad de restituirse: los oficios (“El fin del mundo”), los objetos (“Del desguace de viejas casas vacías”), las prendas de vestir (“La ropa”), la propia subjetividad (“Inconstante”), las relaciones humanas : “y la vista de esas sillas en el patio/ en ronda, tal como quedaron al final/ del último asado, va a proyectar de nosotros/ una imagen irreconocible. ¿qué fue lo que se dijo/ y con qué objeto? en el calendario/ un círculo en birome entrevisto al pasar/ le recuerda la proximidad de un cumpleaños” (“Verano”). La percepción catastrófica del futuro asoma ante lo imprevisible próximo y se la reconoce como una marca heredada, familiar (“pero es como si brillara también,/ un instante, el genoma oculto,/ el plan maestro que nos inclina a todos/ como la gravedad a la piedra/ a un mismo fracaso repetido.”, “Warnes”) o literaria (“o en la manía de augurarle a todo proyecto/ un final catastrófico”, “Genética”).
En ese sentido, El Maldonado, ese arroyo de una veintena de kilómetros que atraviesa nueve barrios porteños, deviene símbolo urbano. Si el entubamiento de ese arroyo amenazaba, según el mitólogo Borges, con el fin de “ese casi infinito flanco de soledad”, para Petrecca, en cambio, sus recurrentes desbordes ponen en entredicho las ínfulas autosuficientes y arrogantes de la ciudad, y, como el inconciente, las socavan subterráneamente (“yo duermo destapado/ dando vueltas en la cama, soñando con el río/ turbio que corre entubado bajo mi calle”).
Esa nueva fundación mítica que se propone en el libro se insinúa con su primer poema -de excelente factura- con algún adjetivo de resonancia borgeana (“hacia los balnearios vacíos y últimos”) o con algún verso más explícito (“van hacia una ciudad recién fundada”). Las extensas e insistentes enumeraciones reforzadas por anáforas y paralelismos, que se interrumpen a veces mediante la sorpresa musical de una anástrofe para volver a retomar luego un ritmo fascinante, dicen que el intento por dar un orden taxonómico a los objetos del mundo –respondiendo así a la pulsión centrípeta de toda descripción- se desborda con el mismo brío, por azar, por distracción –bajo una fuerza centrífuga que contrarresta la anterior-, porque la ciudad es un cuadro del mundo que no se queda quieto, y “traga y traga materias primas” y escupe “el carozo” en los basurales de sus márgenes.
Si bien los nombres están a mano para referenciar topografías (“Recoleta”, “Costanera Sur”, “Warnes”, “Chacarita”) y cronografías (“Verano”), los poemas focalizan su atención en el corrimiento de sus límites espaciales (“hay una épica, una fábula que nos suena/ similar a la del pasto irrumpiendo/ en la ciudad bajo el asfalto resquebrajado,/ la voz del desierto mismo y sus habitantes”, “La mulita”), en el entre temporal que aparece bajo la imagen de una bisagra (“En medio del tercer truco del día,/ en la bisagra entre las buenas y las malas”, “Recoleta”), en un frágil y momentáneo equilibrio entre “la enfermedad y la salud”. Los colectivos empolvados que van y vienen, soñados también, entre el Centro y la provincia, dejan atrás la idea de límite natural entre capital y provincia que encarnaba el arroyo Maldonado, antes de la ampliación por ley de la capital, a fines del siglo XIX. Los hoteles del centro hacen añorar ahora la cortesía provinciana, la ciudad “se extiende/ de manera deforme y se sale de cauce,/ desbocada, anexándose casi sin criterio/ terrenos aledaños, caseríos, tierra yerma” (“La ciudad”). Y los palimpsestos modernos grafiteados en las paredes, como los garabatos adolescentes en los ascensores, esperan ser sepultados por la mano anual de pintura. Pronto las criaturas de la ciudad, con trazos fugaces, volverán a fundarla.
Publicado en Diario de Poesía, Buenos Aires-Rosario, n° 76, mayo a agosto de 2008.
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