El que está cruzando el río nació en San Nicolás (provincia de Buenos Aires) en 1972 y vive en Rosario desde 1990.
Es profesor y licenciado en Letras, y Doctor en Humanidades y Artes, con mención en Literatura. Colaboró con reseñas, notas y entrevistas en el periódico El Eslabón, el diario El ciudadano & su región, el diario digital Redacción Rosario, el suplemento "Señales" del diario La Capital, la revista Diario de Poesía y en la sección reseñas de
http://www.bazaramericano.com/.
Es uno de los responsables de Salón de Lectura, sección de escritores del banco sonoro
Sonidos de Rosario y seleccionó y prologó Imaginarios Comunes. Obra periodística de Fernando Toloza (Córdoba, Editorial Recovecos, 2009).
Escribió
Letras de rock argentino. Género, estilos y transposiciones (1965-2008), Baja tensión (Rosario, Editorial Municipal de Rosario, 2012), Desaire (Bs. As., En Danza, 2014) y el inédito Locales y visitantes.

sábado, 2 de octubre de 2010

La ciudad de los pibes sin calma. Sobre "Rocanrol" de Osvaldo Aguirre.

Los cuentos de Rocanrol (Osvaldo Aguirre, 1964) manifiestan en su hechura una anacrónica vocación realista. No en el sentido en que se puede llamar realista a Aira, después de una larguísima y osada argumentación, sino en su acepción más familiar, de la que nos valemos para identificar a una ficción que se propone testimoniar la realidad.

Los cuentos de Rocanrol (Osvaldo Aguirre, 1964) manifiestan en su hechura una anacrónica vocación realista. No en el sentido en que se puede llamar realista a Aira, después de una larguísima y osada argumentación, sino en su acepción más familiar, de la que nos valemos para identificar a una ficción que se propone testimoniar la realidad. Es más, si desatendemos ciertos detalles que juegan a confundir las referencias temporales –porque de literatura se trata, claro-, no resulta difícil situar los hechos narrados, cuando no lo hace el propio texto, en marcos sociohistóricos fácilmente identificables: la represión de la militancia política durante los setenta, la cultura de la droga de los primaverales ochenta y la violenta deriva lumpen desde los desangelados y también tóxicos años noventa a esta parte. Peripecias enmarcadas, además, en una definida zona narrativa: Rosario y sus alrededores, y protagonizadas, de manera preponderante, por una acotada franja etaria: los jóvenes.
Los ocho cuentos del libro comparten el halo marginal y violento de sus temas, la presencia de lo policial en sus contenidos y retóricas, y el territorio ficcionalizado en el que se desarrollan las acciones -construido con escuetas referencias geográficas, a veces como en sordina- que ignora cualquier apetencia pintoresquista por parte del lector, a quien se le ofrece, de todos modos, una ciudad tan verosímil, o más aun, que la que transita a diario.
El efecto de cohesión entre los textos se potencia aún más si atendemos a una serie de nexos o puentes entre ellos, que conectan de algún modo épocas y prácticas que a simple vista parecerían alejadas. Si la materia con que está hecho el libro es la historia, los cuerpos juveniles indóciles y su violento frotamiento, existen, dirá Rocanrol, flujos de significación que circulan, derivan, mutan y vuelven a encontrarse en las diferentes versiones históricas y estilísticas de esa fricción.
Esos crucen se manifiestan de múltiples formas: personajes, hechos, sensaciones, frases del narrador. Una escultura robada a un coleccionista justifica el delirio consentido de un amigo drogón o la visita a la Biblioteca Argentina de un comisario en secreto ascenso; “una colchoneta mugrienta y con olor a mierda” recibe los cuerpos de militantes quebrados o de pillos acorralados por su suerte; los ojos abiertos de los moribundos interpelan la integridad psíquica y emocional de adictos y buchones; la sensación de caminar sobre algodón asalta a místicos y a desangelados; siempre hay cosas de las que hay que desprenderse como si fueran “fierros calientes” o “carteles en la frente” que delatan el estado anímico de sus portadores.
Todo el libro huele a cuento recobrado, en el que las imágenes, frases, hechos o sentimientos son rescatados desde las entrañas mismas del olvido. “Borré muchas cosas en este tiempo. Es una forma de autoprotección”, dirá el narrador de “Rocanrol”; “el olvido es lo único que existe”, manifiesta el Pollo en “Buche”, uno de los mejores cuentos de la serie. Los narradores, testigos o protagonistas, recuperan el pasado desde un “presente sin épica”, con cierto sabor melancólico, concientes de que ahora ya “se vino la noche”. Antes, había sido el tiempo de la ansiedad: la vislumbre de la catástrofe. Tal vez por ello, Daniel, el novato periodista de policiales que debe internarse en una villa en “Derecho de piso”, recuerda que pensó que “era un silencio que parecía lleno de cosas por manifestarse”, o en las historias de drogones, el Gato pierde proféticamente la oportunidad de pedir tres deseos, o preserva su nombre Arístides para después de la tormenta que ve llegar: “Ahí supe que estábamos en una historia negra, las cartas venían mal y yo quería hacer algo y no sabía qué”.
El modo en que los narradores suministran la información, a través de recurrentes juegos con la temporalidad del relato, el montaje de enunciados provenientes de diversas fuentes de emisión (por lo general, sujetos testigos devenidos declarantes), que llega en casos de extrema destreza formal –“Hábil declarante” es un ejemplo- a propiciar la emergencia de una voz anómala, sin dueño, y los breves comentarios en los que se sugiere la futura suerte de los personajes (“tal vez ahora contaríamos otra historia”), alimentan, con aire walshiano, la intriga de sus relatos. Y esto lo hacen a través de un fraseo entrecortado, puntuado con fina precisión, como si los cuenteros estuviesen de cara a sus interlocutores –esto se enfatiza seguramente en los cuentos narrados en primera persona-, deseosos por conocer una versión de la historia (“ahora que me pedís que te cuente”), y por ese motivo recurren a las repeticiones, para encadenar las frases, para que los oyentes no se pierdan, pero a la vez como una forma de pensar en voz alta, un recurso mnemotécnico útil para quien discurre ensimismado en sus recuerdos. Siguiendo esa dirección, el trabajo lexical que despliegan los narradores, alejados de sus experiencias contadas, apela a un uso intenso de jergas o argots, pero en un logrado equilibrio que disipa el riesgo de caer en un hermetismo de secta, cuyos códigos para iniciados algunas literaturas han sabido explotar, a veces en temerarias y felices aventuras poéticas, pero que otras tantas veces no han podido evitar el acartonamiento propio de revistas de consumo juvenil o de algunos textos literarios “coloquiales”, vampirizados por el fascinante ruido verbal de una época. La tensión temporal que habitan los cuentos, sobre todo “Rocanrol” y “Punto Rojo”, permite que ciertas jergas exhiban sus perfiles mistificantes a la vez que su potencialidad expresiva. Ciertos lectos son (o hacen creer que son, al menos) algunas de las hablas más próximas al cuerpo y sus deseos, prosódicamente ricas para decir el lenguaje de la intensidad, de la intimidad: aquello que se transfiere, aunque sea inteligible, como intransmisible, por pertenecer a la experiencia profunda de los personajes: “Si nunca tuviste un flash es difícil que entiendas lo que quiero decir. Es como que uno suelta amarras y entre las cosas que quedan atrás están las palabras”, dirá el Gato.
En Rocanrol se pone de manifiesto el parasitismo y la alienación del mundo lumpen. En “Algo bien grande”, el primer cuento de la serie, las aspiraciones de César y Sebastián nunca condicen con los recursos disponibles; en “Hábil declarante” un negocio parecía fácil como “soplar y hacer botellas, pero las cosas no se dieron como se tenían que dar”; en “Buche”, “las condiciones que consideraríamos normales, dice, eran, en realidad, absurdas”; Eugenio y Jota Jota se llevan el mundo por delante en “Rocanrol” y la cara de un estibador huelguista se deshace como plastilina según los ojos de un fumado en “Punto rojo”. En todos, el tamaño de los sueños o ensoñaciones contrasta brutalmente con la situación en que son proyectados. Según el amargo Rocanrol, el presente estaría habitado por sobrevivientes, una vez que han sido regularizados sus comportamientos, evangelizados o recuperados por la maquinaria de reproducción social, aun en sus lógicas más perversas, o por lúmpenes que siguen siendo ajusticiados por ella. De todos modos, los que quedan aún tienen la palabra. Los que faltan son todos aquellos que ya no están para “contar la historia”.
Publicado en El eslabón, 20/12/2006.

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