El que está cruzando el río nació en San Nicolás (provincia de Buenos Aires) en 1972 y vive en Rosario desde 1990.
Es profesor y licenciado en Letras, y Doctor en Humanidades y Artes, con mención en Literatura. Colaboró con reseñas, notas y entrevistas en el periódico El Eslabón, el diario El ciudadano & su región, el diario digital Redacción Rosario, el suplemento "Señales" del diario La Capital, la revista Diario de Poesía y en la sección reseñas de
http://www.bazaramericano.com/.
Es uno de los responsables de Salón de Lectura, sección de escritores del banco sonoro
Sonidos de Rosario y seleccionó y prologó Imaginarios Comunes. Obra periodística de Fernando Toloza (Córdoba, Editorial Recovecos, 2009).
Escribió
Letras de rock argentino. Género, estilos y transposiciones (1965-2008), Baja tensión (Rosario, Editorial Municipal de Rosario, 2012), Desaire (Bs. As., En Danza, 2014) y el inédito Locales y visitantes.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Camino de intemperie. Sobre Pequeñas intenciones de Jorge Consiglio. Edhasa, Buenos Aires, 2011, 192 páginas, $ 59.

En "una habitación chiquita, de mala muerte", alguien repasa su vida frente a un desconocido. A esa presencia callada le dirige apelativos y giros coloquiales que puntúan con naturalidad la prosa soberbia de Pequeñas intenciones, la última novela de Jorge Consiglio (Buenos Aires, 1962).

Hay que avanzar poco para notar que el otro —luego sabremos, en total estado de ebriedad— es apenas la excusa para que el lenguaje discurra y difícilmente sea el destinatario de los hallazgos perceptivos y las centelleantes reflexiones de un "encandilado con la cuestión del fenómeno óptico". De todos modos, que un texto de casi doscientas páginas se lea con la atención voraz que exige un buen cuento responde menos a la inteligencia que con frecuencia exhibe el narrador ("La curiosidad siempre es cruel, cuando no es atroz") que a su fidelidad inclaudicable a una sonoridad, a un ritmo y a una entonación.

Dichas cualidades recuerdan el oficio de poeta del autor, dramatizado en el contexto de la novela, a través de la visión del protagonista: "Imagino, le juro que imagino, el pasto, más azul que verde, bajo el resplandor del sol". Alguna vez Consiglio explicitó su concepción lírica en un blog literario: "Intento dar voz a ciertas instancias esenciales, vinculadas con lo celebratorio o con la arbitrariedad y la pérdida, cuya luz, por alguna misteriosa razón, resulta inusual; es decir, una manifestación de la ruptura en la visión cotidiana del orden del mundo". Ese programa parece ser llevado adelante por un personaje que no hace más que despojarse de todo lo prescindible según su singular mirada (de sus padres y hermanos, de la amistad y el amor, de su hábitat familiar), regido por una ética del pudor que se sugiere desde el mismo título.

A contracorriente entonces de las personalidades expansivas e insolentes de hoy —en la novela aparecen bajo la figura de un sobrino desesperado por las migajas inmobiliarias de una herencia o de un médico prepotente—, el protagonista da cuenta de los mínimos movimientos vitales que ejecuta y que, cargados de una riqueza inusitada, son los que dinamizan el relato: puede tratarse de un baño con una manguera en una noche cálida o de la preparación de una comida con lo que se tiene a mano. Aun las acciones menos frecuentes como comer gato o dejar clausurada una cocina para siempre resultan justificadas viniendo de aquellos que deciden hacerse a un costado, "personajes laterales" según le gusta decir al mismo Consiglio, como el librero al que dedica su libro.

Hay algo de una lucidez, de una claridad despiadada en la mirada del narrador. Una distancia que aplica a los otros ("se tomaba en serio sus mentiras, y como todo el mundo, exaltaba su generosidad") pero también consigo mismo: experimenta una íntima extrañeza que no lo abandona y que se puede manifestar, por ejemplo, ante la huella que va dejando por renguear: "Era rara: una raya larga y al costado un punto que se repetía a la misma distancia".

Más sabe el protagonista sobre los hombres, más pierde el interés en ellos y su mundanidad. En creciente soledad percibe que "hay algo de silencio que se mantiene intacto, como un mar de fondo. Hay un empeño de todo lo que nos rodea —las paredes, los muebles, las cosas— en imponer su manera de existir". Bajo ese estado de intensa receptividad el narrador nos cuenta una historia condenada a perderse en una pieza de pensión pobre. De ese camino de intemperie y gratuidad que resulta su vida y su relato, despojado de toda queja, destella el placer que pueden provocarnos el lenguaje y sus juegos exquisitos.

Publicado en Señales, La Capital, el 6/11/11.

domingo, 2 de octubre de 2011

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lunes, 6 de junio de 2011

Homenaje

Un artículo inédito, escrito hace tiempo, sobre la obra de la narradora rosarina Delia Crochet.

jueves, 6 de enero de 2011

Una biología más elemental. Sobre Carlos Battilana. Materia, Ediciones VOX, 2010, 48 págs.



La materia es un tema que persiste en la atención de Carlos Battilana (Paso de los Libres, 1964), bajo una nueva coloración anímica: “y no alabaré/ el desgaste de la materia, lo que pronto/ se acaba”. Y es en su dimensión dramática donde el poeta instala su voz: “Dioses, no me juzguéis como un dios/ sino como un hombre/ a quien ha destrozado el mar”, advierte la “plegaria fenicia” del epígrafe.
Si la materia constituye todo aquello que ocupa un lugar en el espacio, los poemas insisten en delimitarlo poema a poema: la casa de la infancia y la de la madurez, los espacios verdes, la playa turística –un lugar recurrente para el poeta–. Las escenas recuperadas transitan desde la infancia hasta la madurez actual, un recorrido en el que el aire pierde pureza o aura mítica –la falta de oxígeno es aludida con insistencia–, y que a veces se despliega en el espacio acotado del poema: cuando ello sucede, un “ahora” puede pivotear ambas temporalidades.
Las figuras paterna y materna, desde el comienzo del poemario, se identifican como origen vital y literario. “Filatelia” esgrime un arte poética sin recurrir a palabras autorreferentes como “verso”, “poema” o “literatura”: “esa labor/ artesanal/ la precisión/ que requiere/ el cuidado/ de una tarea ociosa”. Los poemas insisten sobre esa genealogía familiar, que se puede integrar al reconocimiento de una tradición literaria: “Fieles a la tradición/ recogemos/ pedazos pequeños/ de cielo/ y de agua helada”. El reconocimiento del peso del pasado resulta sombrío pero a la vez cargado de piedad por la criatura humana que los otros fueron y que nosotros somos a la vez: “Ahora que/ su muerte es fresca/ y reciente, recreo el instante/ en que mi padre/ distribuye la carne,/ las achuras, las ensaladas/ en derredor./ Mi madre lo roza con los ojos/ y deliberadamente/ lo deja hacer/ deja que su fuerza crezca/ allí, en ese punto/ minúsculo del universo.” Esa inquietud ética –una moral encarnada en las acciones, hecha “materia”– no abandona las páginas del libro: “Aire invernal, ramas/ del viento, hojas verdes y amarillas/ en la/ quietud/ y el movimiento/ lo que acontece/ es un cúmulo silencioso/ de bondad, como una/ espuma delgada (…)  Es posible/ la bondad?” La auténtica dimensión dramática de la poesía de Battilana se prueba cuando el señalamiento de la propensión mitificante de los otros no deja indemne una voz que se abraza a la razón y a sus deseos de comprender la realidad. También los propios valores como la bondad, entonces, pueden devenir en mito. Si las fábulas del pasado poseen ese estatuto (“Mi padres son fuertes (…) se protegen/ con el alimento/ de su propia mitología”), para hacer buena poesía, el poeta debe creer también en sus fábulas: “y camino,/ como las arañas, o los/ insectos invisibles,/ en busca de una Biología/ más elemental”. Si el pasado infantil se revela como una permanente corriente de simpatía entre el yo y la materia, la poesía será un modo de restablecerla.
Según una mitología primitiva, la realidad puede concebirse como continuo intercambio de cualidades y esencias, que la poesía con sus imágenes parece describir y no inventar gratuitamente. Las imágenes no serían entonces el fruto de un juego expresivo, sino el resultado de una positiva descripción de esos orígenes: “Grave caudal de las horas/ las piedras/ se disuelven en el humo/ de la mañana,/ parecen flores deshechas,/ pétalos, tallos…”.
La dramaticidad antes aludida se nutre de la consciente fugacidad de la materia, del paso del tiempo que hace que los comienzos, esos que, según Pavese, dan felicidad (“la luz del sol/ el aire liviano del verano/ acompañan/ nuestros primeros días de marzo”), se vuelvan más improbables: “Acumulo poco a poco/ todas las horas vividas,/ no podré leer muchos más libros”. Es una evidencia que si bien nos acostumbramos al dolor, esto no impide que con el paso de los años suframos cada vez más: “El peso de estos años/ fue terrible”. Tal vez por eso cuando una situación dolorosa se reproduce idéntica –o al menos lo parece– nada vence su horror: “Haces sombra, dolor. ¿Es posible/ que pueda, sin mediaciones, tocarte?”
Desde ese sustrato doloroso, dramático, de su poesía, se desprende su posicionamiento ético (“Como una luz fatal/ la antigua tradición/ seguramente/ concibe/ en la conciencia de este quebranto/ un acto/ de belleza”), en el que hunde sus raíces la forma poética: “Esa imagen tenaz/ me acompaña/ convive/ con las palabras/ nuevas/ que un antiguo lenguaje/ me concede. Entonces/ mediante un esfuerzo/ físico/ apelo a mi parte más religiosa/ y elaboro un estado material,/ como si se tratara/ de una sólida/ piedra que se acumula/ a pesar de mí.”
La fugacidad de la materia se dice y vuelve a decirse, como si la palabra “muerte” no se le fuera de la boca al sujeto poético. La repetición –que supone un proceso– es la forma de la permanencia en la naturaleza. La redundancia parece actuar en el mismo sentido: “las mueve/ de lugar/ las desplaza/ minuciosamente”, como si la mirada no quisiera apartarse del objeto.
La fugacidad enmarca las posibilidades del presente de los actores, sustrayéndolos de un definitivo pesimismo: “Algo hacemos/ para salir/ de lo Oscuro/ y buscamos/ con sordidez/ otra vez/ las horas/ contadas/ recogemos oxígeno/ de donde sea/ y así/ exorcizamos/ con palabras/ lo que resulta ruinoso.” Aunque fugaz, la materia parece un límite férreo. El libro hace una alusión constante al tiempo libre (“los sábados/ por la mañana/ de 1970”), a paseos, comidas al aire libre, vacaciones en la playa, a los momentos propicios para liberarse de la materia.
Con lo cuidadoso que es con la palabra, el poeta pareciera hacer un uso errático de los signos de puntuación: sus versos breves –el singular corte de verso es una marca de estilo en Battilana– carecen de mayúsculas en los comienzos de oración y suelen omitir los signos, que por momentos aparecen, lo que obliga a detenerse en su uso.
Como perlas, vayan las definiciones que desliza veladamente, y probablemente sin proponérselo, el libro: del padre, “una fuerza que crece en un punto minúsculo del universo”; de la adultez, “Bajo el peso de muchos objetos/ soy una sombra/ que lejos de desear/ administra las horas”; del poeta, “retiro mis viejas oraciones,/ deshecho mi viejo lenguaje,/ devuelvo mi memoria a la tierra/ y camino,/ como las arañas, o los/ insectos invisibles,/ en busca de una Biología/ más elemental.” Con la feliz arbitrariedad de esos enunciados, se edifica la brutal coherencia, la consistencia pétrea de este breve poemario.

Publicado en Diario de Poesía nº 81, diciembre 2010-abril 2011.

Jiménez, Paula. Espacios naturales, Bajo La Luna, Buenos Aires, 2009.

Como señalan los epígrafes iniciales de Pavese y Capote, la experiencia vital puede resultar un proceso, prolongado y difícil, que finalmente decanta en sabiduría. Aunque Jiménez hable de “sapiencia”, sus escenas de recorridos por caminos, rutas, playas y bosques parecen sumarse al coro de los autores citados. Y entre sus pocas certezas incontrastables, se destaca la de ser materia, y por lo tanto la de correr, de recorrer, su misma suerte: “Mejor es ser conciente, observar/ la cotidiana conclusión de las cosas/ que se avienen con la luz/ y terminan en la sombra. Cada día/ se aprende esto,/ solamente hay progresión hacia la noche/ cerramos los ojos y olvidamos la vida/ y la materia,/ no sólo eso que nos rodea/ sino lo que somos, es decir/ lo que no será.”  Pocas ideas guían el decir de la poeta –con el aire sentencioso de “no hay sentido en resistirse”–, y esa economía halla sin duda su correlato musical en un discurrir sin altisonancias, casi monótono: “La música era el orden aleatorio del aire conocido,/ un movimiento efímero plasmando su huella perdurable/ solamente una vez”. Una música sin “estridencias” que pone en claro que la buena poesía puede desentenderse de cualquier imperativo de entretenimiento, aunque no deje de prendar al lector. Pocas pero profundas, parecen ser las ideas de una poeta –no es filósofa–, que generan recurrencias, reversiones, ecos anímicos sutiles: la distancia que media entre saber algo y comprenderlo, hacerlo propio, encarnarlo. La mirada es el eje perceptual y epistémico del yo (“Nunca sé/ más de lo que veo”), que percibe las paradojas de la luz, y sabe reconocer los instantes de eternidad, “la constancia” de nuestros días mortales. Los mismos no se componen con argumentos conceptuales, sino con los sonidos y las reverberaciones lumínicas y táctiles que se desprenden de ramas, hojas, viento, agua y arena, tormentas y caminos recorridos con atención. Y permiten, entre tanta gratuidad –a veces decepcionante–, el hallazgo humilde de saberse “la sede/ que un albur eligió para expresar/ los detalles de una trama innecesaria”.

Publicado en Diario de Poesía nº 81, diciembre 2010-abril 2011.

lunes, 3 de enero de 2011

Un poeta entre el olvido y una memoria de recordarlo todo. Sobre Poesía reunida: 1970-1976 de Jorge Isaías.

La aparición de Poesía reunida: 1970-1976 de Jorge Isaías, cuyo recorte temporal augura próximas entregas, resulta un hecho cultural de valor incuestionable. Recuperando parte de una vida de trabajo con la palabra poética, tanto en la escritura como en la edición y promoción de obras propias y ajenas, la reedición de sus primeros textos confirma al santafesino como uno de nuestros poetas perdurables y de mayor proyección nacional.
Las características del libro permiten diferentes maneras de abordarlo. Para los no iniciados en sus versos, su fruición puede llevarse adelante sin protocolos de lectura. Para quienes ya saben de su poesía, les será difícil no leer los poemas compilados a la luz de los mejores textos aparecidos poco después del periodo contemplado: Crónica gringa (1976) o Cartas australianas (1978). En ese caso, los apartados con los que se organiza el texto pueden considerarse los pasos hacia la construcción de una mitología personal, la que le ha dado a Isaías una voz propia, inconfundible, en el coro de voces de la poesía argentina.
Búsquedas tempranas
Tal vez muchos de esos lectores avisados adhieran a la siguiente constatación: no todos los poemas que escribe un buen poeta son buenos poemas. Seguramente la presente compilación priorizó testimoniar con cierta fidelidad el inicio de un proceso creativo que ya lleva varias décadas.
En la ingenuidad compositiva de un temprano romanticismo, como en las menos conocidas búsquedas experimentales, se podrán leer las marcas de una época, las demandas del presente que presionan la propia búsqueda y que van moldeando el oficio de poeta. Los títulos de cada uno de los libros o fragmentos compilados parecen comentar las vicisitudes de esa indagación: “La búsqueda incesante”, “Conatos de un vicio”, “Poemas a silbo y navajazo”.
En los primeros poemas de la serie, las imágenes isaianas emergen en contextos de escaso desarrollo, apoyados generalmente en estructuras anafóricas. En tono tremendista e hiperbólico (“en las noches cortadas brutalmente/ por el áspero ladrido de los perros”), que no descarta la nota efectista (“cuando el invierno llegue/ saqueando cementerios/ con sus numerosas lluvias/ de vidrios astillados”), se edifica un sujeto poético extremadamente sensible, que dice los tópicos que acompañarán por años al autor (la lluvia, las naturaleza rural, las estaciones, la memoria) y los temas fuertes de la época: la inocencia infantil (“a hacer andar a los niños/ defenderles la rápida inocencia/ sus restos de juguetes”), la alusión política (“o soñando que mañana/ la revolución va a despertarme/ sentada en medio de la pieza”), el vitalismo juvenilista (“A folgar muchachos”), la crítica a la rutina (“Reconozco: mis costumbres son burguesas”). El feísmo de las imágenes (“en el alquitrán negro del cielo”), un ethos humilde (“no soy más que un mediocre/ poeta de provincia”) y el humor —la comicidad revertida sobre sí mismo (“convertirnos en tipos melancólicos (...) gastados ejemplares salidos/ de algún tango...”)—, comienzan a esbozar el Isaías más conocido, el más celebrado, del que se alejan sus títulos más recientes, con producciones más despojadas y lacónicas, discutiblemente más felices.
Con el tercer libro incluido aparecen las sangrías, el uso agramatical de mayúsculas, la supresión de signos de puntuación, los neologismos, las fracturas sintácticas. Esos experimentos formales exhiben —resaltan— la artificiosidad de toda búsqueda compositiva, propia aun de las propuestas que se manifiestan como más sencillas y austeras. Considerado en retrospectiva, el poeta debía seguir buscando más lejos, hacia adentro y hacia atrás, hacia esa íntima distancia interpelante (“depositar entre mis dedos/ interrogantes urgidos de respuestas”).
Si Isaías tiene un estilo (temas y recursos característicos articulados desde una común parada enunciativa) se pueden rastrear en los primeros apartados las insinuaciones de una voz que se hace oír vigorosa en Oficios de Abdul, último libro compilado de la serie, para luego constatarse cómo se diluye a medida que nos internamos en la sección de los poemas aparecidos en publicaciones periódicas y plaquetas, a lo largo de todo el período elegido. Entre los paratextos (citas bibliográficas, dedicatorias, epígrafes, un acertado prólogo de Alma Maritano) que componen todo un cuadro de época del campo literario, en especial los epígrafes señalan las voces que en Isaías han dejado marca: César Vallejo, Juan Gelman, José Pedroni, Juan L. Ortiz. Al tiempo que da pruebas de la osadía imaginativa apoyada en esos maestros (“este octubrísimo llorar de las naranjas”, “qué fiera nos cerca el reverso/ de tanta entraña inútil e insurrecta!”), este libro testimonia sin duda la manera pasional e ingenuamente franca —sin distancia— con que el autor, con frecuencia, las ha asimilado, hecho propias.
Una mitología personal
En Isaías, como en Cesare Pavese, no puede escindirse la invención poética de la construcción de una mitología personal: “Cuando maté un pájaro/ de un hondazo certero,/ supe que iba a ser poeta”. La poesía del santafesino exuda la nostalgia radical del autoexiliado (de la lengua, de la tierra, de los suyos).
En términos biográficos, el joven pueblerino se aleja de su tierra natal y se radica para siempre en Rosario: “y yo me he quedado solo/ entre el olvido que tengo de mi pueblo/ y esta memoria feroz de recordarlo todo”. La ciudad es la que pone la distancia generadora de recuerdos (se ha comentado que en la presentación del libro el autor se despegó humorísticamente de la poesía regional argumentando que lo suyo era “poesía barrial”).
Desde sus mismos comienzos tematiza esa distancia, no tanto geográfica como existencial, a través de la infancia (“Desde mi ancha niñez/ poblada de altos barriletes/ y frutas maduradas”), como el país donde se fraguan los mitos.
Lejos de ser pensamiento prelógico, el mito es de naturaleza atemporal y por lo tanto resulta una vía de conocimiento aún vigente, conectada con el mundo de la infancia: “Esta es la parte que duele y me compete,/ que amo con entrañas y furias inexpertas,/ que rescato no exento de nostalgias,/ cuando el Otoño ha muerto sin clemencia”. No se trata de un constante retornar hacia el pasado más feliz: la potencia mitopoiética de la infancia transforma en eventos únicos y absolutos las sucesivas revelaciones de las cosas: “En esas calles cubiertas de malezas/ andaría yo 50 años faltando a mi memoria,/ porque aquellas gaviotas encima del arado/ y un abuelo gruñón con su tabaco/ eran ya mías de golpe y para siempre”. La infancia resulta así otra edad: lo arcaico y originario que precede y fundamenta los hechos acontecidos que se recuerdan.
Asimismo, los poemas exhiben la imposibilidad de reconciliar el mito con la historia. Y aunque esté claro que es utópico recuperar en su pureza la atmósfera de las primitivas experiencias infantiles, los personajes no evitan ese movimiento de retorno, como la única esperanza de alterar el destino personal: “¿Quién queda en las márgenes/ adustas por años y diatribas/ de mi pueblo anclado en el Otoño?” A través de la construcción de la mitología personal queda definido el sino particular de cada individuo, y en nuestro caso, de cada poeta. El libro de Isaías puede leerse como el derrotero de esa invención.

Publicado en Señales, de La Capital, el 2/1/11.