El que está cruzando el río nació en San Nicolás (provincia de Buenos Aires) en 1972 y vive en Rosario desde 1990.
Es profesor y licenciado en Letras, y Doctor en Humanidades y Artes, con mención en Literatura. Colaboró con reseñas, notas y entrevistas en el periódico El Eslabón, el diario El ciudadano & su región, el diario digital Redacción Rosario, el suplemento "Señales" del diario La Capital, la revista Diario de Poesía y en la sección reseñas de
http://www.bazaramericano.com/.
Es uno de los responsables de Salón de Lectura, sección de escritores del banco sonoro
Sonidos de Rosario y seleccionó y prologó Imaginarios Comunes. Obra periodística de Fernando Toloza (Córdoba, Editorial Recovecos, 2009).
Escribió
Letras de rock argentino. Género, estilos y transposiciones (1965-2008), Baja tensión (Rosario, Editorial Municipal de Rosario, 2012), Desaire (Bs. As., En Danza, 2014) y el inédito Locales y visitantes.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

La lengua en un tembladeral. A propósito de Los Relatos reunidos de Hebe Uhart.


“le saco las hojas muertas a la hiedra y a todo lo que veo”
(Hebe Uhart, “Guiando la hiedra”)

En los últimos años, escritores, periodistas, críticos, que sólo por la impronta juvenilista de nuestra cultura pueden seguir recibiendo el mote de “jóvenes”, han dado cuenta de su interés por la narrativa de Hebe Uhart, a través de reseñas, entrevistas, encuestas. Entre los autores de ficción, algunos han ido más lejos, reconociendo su gravitación en la propia obra. El conjunto, en suma, ha expresado de algún modo su afinidad con una mirada incisiva e irónica sobre el mundo, con la falta de gestos grandilocuentes en el uso del lenguaje. A esa empatía, que se viene manifestando además con otros autores –es destacable la buena acogida que han tenido las obras reunidas y completas publicadas durante la última década, sobre todo de poetas–, suelen generarla quienes persistieron obstinadamente, con coherente intensidad, en una aventura creativa fiel a sus pautas personales y a su pulso íntimo. Esa suerte de desmarque temporal, de tensión permanente entre los propios deseos y necesidades y las demandas explícitas o más inconscientes de una época, que cada autor vive en el plano de la legitimación o del reconocimiento público con dosis propias de indiferencia, orgullo, satisfacción, decepción o resentimiento, genera lentamente y en soledad, cuando la potencia de los textos lo permite, un futuro real de lectura, un horizonte posible de recepción, porque incuban una suerte de anacronismo que los mantiene despiertos, en diálogo con las cambiantes escenas de lectura que se montan y desarticulan, se superponen o anulan con el paso del tiempo. Esos textos producen expectativas, hay que publicarlos, reunirlos, ahora, esos textos hacen pensar, sentir e imaginar nuevamente, esos textos impulsan a escribir. Quieren, en fin, volver a ser leídos. Pavese habla en El oficio de vivir, con una lucidez insoportable, de la alegría de comenzar (“la única alegría en el mundo”). Relatos reunidos de Uhart, provoca esa alegría: son textos escritos y publicados hace tiempo que protagonizan nuevamente la experiencia del comienzo para muchos lectores.
Cuando se advierte que las narraciones de Uhart tienen como tema el mundo familiar, doméstico, subyace en general la idea de que éste aparece de modo transfigurado, revelado en su extrañeza. Irrumpe como “eso”, un pronombre neutro que puede señalar una idea, un problema, un objeto o una práctica que a veces cuesta o no se puede nombrar, como les sucede a los profesores de “Danielito y los filósofos”,  perturbando la lógica con la que se debiera actuar. Esas situaciones y acciones que pueden responder a esquemas de representabilidad previos a los textos, esto es, los temas y los tipos de una literatura, se manifiestan a través de una lengua que en parte deja de ser cotidiana, común, entregada a las operatorias del extrañamiento, para algunos, las operatorias de la misma literatura. Esa idea parece incuestionable: lo familiar visto con una mirada familiar –que comparte sus prejuicios– y escrito con una lengua familiar derivaría, en el mejor de los casos, en un costumbrismo poco perturbador, con pinceladas inofensivas de comicidad y de nostalgia catárquica y reconciliadora. Sin embargo, aun alejándose de cualquiera de esos rasgos negativos, la literatura de Uhart testimonia la manera en que sujetos históricos, también previos a los textos, vivieron en un territorio, hablaron una lengua, inventaron un sentido para hacerlo. Casi en términos arqueológicos, recupera una lengua que se ha perdido, que está prácticamente extinguida, junto con sus hablantes. Esto no es novedoso; lo que sorprende es que a diferencia de otras lenguas que sabemos desaparecidas porque solo nos llegan a través de documentos, muchos de los lectores la hemos escuchado de primera mano, vivido, aprendido, es parte de nuestros orígenes, la hemos olvidado, y vuelve ahora con una fuerza arrolladora. La lengua de los personajes y narradores de Uhart, de esos hijos y nietos de inmigrantes, no exhibe la mezcolanza verbal de un Discépolo o de un más cercano Raschella, llega a través de la frases (“muy en el fondo”, “alimento digno”, “ya van a ver”, “el súmmun de”), de los clichés (“ser hijas del rigor”, “es el hecho”, “los conocen como si los hubiesen parido”), o de algunas palabras (“propiamente”, “francamente”, “pordelantear”, “estúpida” como adjetivo aplicado a una planta) que bullen en el caldero de la lengua nacional. Son las palabras, con frecuencia, de los hijos provincianos de los inmigrantes que inventaron el idioma de los argentinos, de lo que algunos personajes parecen oscuramente conscientes: “¡Con razón habla tan bien el porteño!”, se fascina Leonor, recién llegada a Buenos Aires, ante Antonio.
Lo que venimos diciendo se relaciona con el extrañamiento antes aludido, pero no coincide exactamente con él. Es más bien una de sus consecuencias: la deshabituación que propicia percibir las cosas de otra manera, hace ver los objetos (las palabras, las cosas) como si antes no los hubiésemos visto, escuchado. Recientemente, en una breve reseña que una revista porteña publicó sobre Relatos reunidos, el articulista testimoniaba ese poder de afectación tras la lectura del libro, una manera de despabilar la mirada y mantenerla encendida frente a las cosas. Pero tal deshabituación no es consecuencia, en este caso, del esfuerzo especial de comprensión que demanda la combinación poco frecuente de palabras, sino del modo insólito con que una expresión cristalizada por el uso funciona en un contexto nuevo, elaborado en cada narración, con una economía de recursos destacable. Así se manifiesta esa cualidad de divergencia, el desplazamiento semántico que rompe los automatismos de la percepción. Y la locura, la incorrección, la falta de cortesía, el insulto, la maledicencia, se manifiestan entonces como el sedimento ético, enunciativo, que antes ocultaban.
Cuando los mecanismos narrativos aguzan el oído, lo que se escucha es una lengua anárquica, el “eso peligroso”. A veces, casi en términos psiquiátricos, como la tía María, que lava los pollos recién nacidos, baldea las paredes y clasifica a los hombres-brujos en “enemeros, valijeros, alcahuetes, bolseros, hurgadores o remeschadores, bragueteros, culo de fuentón y culo de balde”. O las constantes imprecaciones y deprecaciones públicas de don Juan Ventura, o la falta de adecuación del alumno que declara pensar en primera persona en medio de un examen o la de quien traduce o declina incorrectamente. O los que se dejan estar, porque se interrumpe la comunicación anímica con las mitologías que los empujaban: la maestra rural que es visitada por la inspectora, la directora que se recluye en dirección, el pigmeo que se enamora, la niña que visita a los parientes.
Los relatos documentan de alguna manera lo que se oculta en los textos históricos o científicos, ni qué hablar de los legales: la carga alucinante, demente, de todo pensamiento, de todo habla que modela el mundo. Como si se suprimieran las operaciones de censura y tachado, implícitas en los otros discursos, para que se acceda a frases como ésta: “Los viejos y los jóvenes son buenos. Los medianos, no”. Seguirle la corriente al pensamiento, aun al más arbitrario, dejarse llevar por las preguntas, las hipótesis, las supersticiones (“las lagartijas coloradas traen fiebre y el dolor de muelas”), las interpretaciones radicalmente personales, de la política (Atilio se hace radical de una vez “hasta la muerte”) y de la fe religiosa (parecen existir tantas religiones como personajes creyentes hay: “Fuimos con Joseph a una iglesia”, señala Uto en “Memorias de un pigmeo”, “donde todos están en silencio pero cada uno hace lo que quiere”). Uhart puede utilizar a una niña o a un pigmeo para ver ese pensamiento en acción. Puesta de manifiesto sobre todo en las novelas, la “locura” de quienes ascendieron socialmente, esos gringos que “siempre estaban moviéndose al pedo” o la de los apologistas de la modernización, del progreso, de la civilización, que le imprime semejante torsión a la materia –Uhart señala la relación en sentido inverso en una entrevista reciente: “Ascensos sociales rápidos que “produjeron locos”–, no es ajena a quienes ocuparon los lugares del disciplinamiento social (el cura, los maestros, profesores y directores de escuela).
Cada vez que la tensión, la ambivalencia, la ambigüedad son señaladas en la superficie textual, la sustancia precipitante y precipitada del habla y del pensamiento se muestra en proceso, como si el relato se entregara a “una manía de mirar las cosas crudas”, como se queja una madre ante su hija, “antes de que se hagan”.  Un vaivén permanente entre el texto y el pretexto: en la literatura como en la vida. En lo que se dice está gravitando siempre lo que no se dice, y viceversa. Es lo que aprende a los tropiezos y en carne viva un pigmeo en pleno proceso civilizatorio (“yo había aprendido ya el arte de hablar de una cosa y pensar en otra y el de hablar sin decir nada que me importara”), en el que resuenan irónicamente las palabras “cultura e identidad”, de boca del “amarretismo nórdico” de la madre Ana. La directora, la maestra, la niña (“no tanto sí, me dije, que aquella vez no me la dejaste llevar”), piensan una cosa, pero dicen otra. Callan, bajo el peso de los hechos o de palabras que siguen resonando en el ambiente: “me río porque yo solo me entiendo”, es una frase común que grafica las aristas irrisorias de ese desencuentro.
En el “tembladeral” sobre el que parecen estar asentados los personajes, en esa falta de acuerdo entre los pies y la cabeza, las verdades de la fe y las verdades de la razón, lo extraordinario y lo razonable, el ser y el deber ser, destella la presencia o la ausencia del empeño, el entusiasmo luminoso: “Hay luz. Ahora ya hay luz”, dice Pipotto desde la cama; “la luz de un nuevo día”, desea para sí y para su amiga la esperanzada doña Herminia. Ese “arre, hermosa vida”, que no se comprende sino parcialmente y con retraso, que no explican ni logran reducir nunca las cristalizaciones de un idioma, ni sus ideologías, y empujan las historias de los hombres hacia adelante, aun las de los más mediocres como el Franco de “El ser humano está radicalmente solo”. Algo de ese magma oscuro y luminoso está siempre bullendo y modelando las narraciones fascinantes de Uhart.


Publicado en BazarAmericano.com, en diciembre de 2010.