El que está cruzando el río nació en San Nicolás (provincia de Buenos Aires) en 1972 y vive en Rosario desde 1990.
Es profesor y licenciado en Letras, y Doctor en Humanidades y Artes, con mención en Literatura. Colaboró con reseñas, notas y entrevistas en el periódico El Eslabón, el diario El ciudadano & su región, el diario digital Redacción Rosario, el suplemento "Señales" del diario La Capital, la revista Diario de Poesía y en la sección reseñas de
http://www.bazaramericano.com/.
Es uno de los responsables de Salón de Lectura, sección de escritores del banco sonoro
Sonidos de Rosario y seleccionó y prologó Imaginarios Comunes. Obra periodística de Fernando Toloza (Córdoba, Editorial Recovecos, 2009).
Escribió
Letras de rock argentino. Género, estilos y transposiciones (1965-2008), Baja tensión (Rosario, Editorial Municipal de Rosario, 2012), Desaire (Bs. As., En Danza, 2014) y el inédito Locales y visitantes.

sábado, 2 de octubre de 2010

Invitación al viaje. Sobre: La división del día, de Silvio Mattoni, Buenos Aires, Mansalva, 2008.

Los primeros libros de un poeta
La publicación de La división del día, el libro que reúne los primeros trabajos del poeta Silvio Mattoni (1969), resulta una apuesta editorial poco frecuente por varias razones. Entre ellas, su condición retrospectiva, que da cuenta de búsquedas temáticas y musicales alejadas, al menos en apariencia, de las que el autor viene protagonizando últimamente; se ocupa además de un poeta prolífico que aún no pisó los cuarenta.

La compilación recupera la mitad de la producción de Mattoni, la que corresponde a los “años noventa”. Un rótulo generacional muy usado por el periodismo, pero difícil de aplicar a la obra temprana de un poeta que habría escrito poco “juvenilmente”. Las insistentes referencias a la tradición clásica, el uso del hipérbaton o la personalidad musical de sus metros, entre otros rasgos de estilo, le imprimieron cierto anacronismo a sus textos, al tiempo que, desde una visión más provinciana de la poesía, resultaban paradójicamente demasiado prosaicos, con sus voces y didascalias teatrales, sus personajes y episodios novelescos. No obstante ello, si uno se aleja de cierto facilismo divulgativo, el caso de Mattoni no resulta una excepción. Los últimos capítulos de nuestra historia poética dan cuenta de tantos caminos creativos singulares que incluso se ha hablado de una “tradición de los marginales”.

La presente compilación, aun haciendo gala de la “inactualidad” de los textos reunidos, resitúa también al autor, inevitablemente, en el campo de la poesía actual. De alguna manera compone un ciclo (“una serie”) que no puede dejar de leerse desde el presente acumulativo de una obra, o para decirlo de otro modo, bajo la luz que irradia hoy el nombre propio del autor. De este modo, la reedición de sus primeros libros supone el reconocimiento del valor de una búsqueda sostenida en el tiempo.

En un epígrafe de su autoría, Mattoni argumenta poéticamente a favor del título del libro. En una tensión constante e irresuelta entre luces y sombras, se suceden el atardecer, la siesta, la noche, el mediodía y la mañana. Tiempos de intensidades y emociones diversas, en relación con las demandas vitales y literarias, que se pueden vivir en un mismo día, pero también proyectarse hacia los tiempos más extensos de una vida. La división del día invita a hacer un viaje que los atraviesa a todos. Cada uno de los libros reunidos convoca con mayor fuerza a uno de esos momentos; aunque pueda darle más o menos lugar a otros. Y aunque predominen los humores sombríos, ese viaje concluye con luminosidades más esperanzadoras.


Entre griegos y romanos

El bizantino (1994) es el primer libro de Mattoni, escrito entre los dieciocho y veinte años, aunque fuera publicado después de Trabajos de amor perdidos, ganador de un concurso porteño en el año 92. Según manifestara en más de una ocasión, el poeta buscaba evitar el “Yo” como núcleo expresivo y referencial de los textos, cosa que lo incomodaba sobremanera, tanto en su versión romántica como en otras más novedosas. Compuso entonces escenas en las que, en casi su totalidad, filósofos, poetas, emperadores o historiadores de la tradición clásica –cuando no personajes involucrados afectivamente con ellos-, en su condición de escritores, experimentan similares desencuentros entre el pasado y el presente, entre las palabras y las cosas, entre sus distintas materialidades e intensidades. Esa tensión temática se imprime estructuralmente en los poemas, y suele destacarse con recurrentes partículas adversativas, entre las que predominan el “sin embargo” y el “pero”. Dialogando con textos de esos mismos autores, Mattoni noveliza momentos de sus vidas en los que se experimentan todas las formas del alejamiento: el amor, el sueño, la evasión poética, la vejez, el exilio.

El tono bajo y suave de los poemas, propiciado por la extensión de sus versos, se altera melódicamente con pausas internas, utilizadas, entre otras cosas, para incluir vocativos que le dan a los textos un aire conversacional. Mattoni hace del braquistiquio (pausas que aíslan segmentos muy breves del verso) una marca de estilo, que seguirá explotando en los libros siguientes, cuando los versos se hagan un poco más breves y orbiten finalmente, con mayor frecuencia, alrededor del endecasílabo.

El poeta cree, relativizando el valor del vanguardismo literario, en la rica tradición grecolatina, donde todas las salidas inventivas parecerían haberse insinuado al menos: “leamos/ a los muertos, no eran muy diferentes a nosotros”, se señala en “Autólico”, el último poema del libro. Tal vez no sea casual que el poema con que el mismo comience sea “Ligurino”, alguien joven como el autor que no puede evadirse de cierta conciencia de la decadencia y el fin, envenenado por “la certeza de la medida” de los poetas clásicos.

La “altura” alcanzada por la especulación a la que se entregan los personajes se socava a veces con un humor finísimo: “de nada sirve atarse, aunque la lejanía es dolorosa,/ la muerte acaba incluso con la vieja tristeza del olvido./ Lucrecio pestañea pensando en el vacío”. La sensualidad de los cuerpos convive con el trabajo de “la memoria y la lámpara” del escritor, la mano que acaricia bucles o senos se coteja con la mano que escribe, en ausencia de la primeros. Con una sorprendente madurez, las escenas presentifican una reflexión sobre la creación poética (literaria), un “arte del olvido”, que se dosifica gradualmente a través de las paráfrasis con que los locutores aluden a la escritura. Aunque a veces, es cierto, da la sensación de que la musicalidad de los versos no alcanza a diluir cierta impronta declarativa, reforzada por la acumulación de las estampas; como si las ideas, claras de antemano, se hubieran musicalizado, en lugar de haber sido arriesgadas en el juego de la escritura.


Una polifonía de voces novelescas

Es la frase descubierta por Mattoni siendo estudiante universitario y que derivó en la idea germinal de su segundo libro, Trabajos de amor perdidos (1992). Podría decirse que con este trabajo se produce otro gran hallazgo del poeta en términos de su propia productividad: las voces, recurso teatral cuya atmósfera genérica se insinúa con el primer verso del libro: “Una máscara ríe, otra máscara llora”. Un nuevo rodeo para evitar la tiranía de un yo poético, en una escritura que, paradójicamente, hace de las emociones y los sentimientos su tema.

El poema comienza con un “Prólogo” que funciona como una acotación teatral inicial. En él se describe el contexto escenográfico: una vieja casa en la que “cinco mujeres, sentadas en grandes sillones” hablan hasta la llegada de la noche. Cada tarde, una sola se dirige “hacia las cuatro restantes”, para narrar episodios amorosos.

El libro está compuesto entonces por esos cinco parlamentos, que se vuelven ejercicios de introspección a través de los cuales se objetiva la experiencia de los sentimientos. En el primero, se narra una relación iniciada a partir de un encuentro casual en un velorio (que parece un chiste velado del autor en torno al concepto de seducción). Lo prosaico de la anécdota se extraña de un modo alucinante (“proferimos sonrisas, que fueron recibidas como muecas”), entre otras cosas por el tono especulativo, ajeno a lo coloquial, la selección léxica, y la escansión de los versos. La voz femenina enumera las tres estrategias de seducción de su amante, mientras expresa los efectos que le provocan. En el segundo parlamento, se describe un encuentro de miradas silenciosas y luego un intercambio verbal, alejado del sentido, apoyado en la carnalidad de la voz y la sensualidad de la escucha. Se augura un pronto contacto entre los amantes. La riqueza del parlamento radica en que los hechos son el soporte apenas de un dinamismo sentimental que se manifiesta en su tránsito por el temor, el pudor, la ansiedad, el anhelo, la sospecha sobre la futura muerte del deseo. Como uno ejemplo más de las distintas solicitudes del amor, la tercera voz narra una relación consumada meses atrás. Su presente lee los vestigios de una hoguera ya extinguida. La cuarta voz narra una relación de largos prolegómenos verbales antes del encuentro físico entre los amantes. Luego de un golpe asestado con palabras, sobreviene la separación, con recaídas inconscientes de los amantes. La quinta voz narra una mutua iniciación amorosa desde un presente melancólico, como el último capítulo de un singular tratado amoroso. Si para algún lector puede resultar demasiado visible el plan de la obra, o poco verosímil su puesta en escena, el “Epílogo” que la cierra, jugando con unos versos de Macedonio Fernández, irrumpe señalando el origen de esas voces, el sueño de un lector cansado que recrea su infancia, sentado en una sala de lectura de una biblioteca pública, cuya vigilia, luego, le da a esa casa un destino más sombrío y prosaico: los preparativos previos a la entrega a sus nuevos dueños. Hay que preguntarse si el artificio final supera el mero gesto perturbador, componiendo un ethos que impregne toda la obra.


Una poesía dramática

Se podría conjeturar que Tres poemas dramáticos (1995) es el primer libro que sintetiza con felicidad música y personajes novelescos. Los versos se aproximan más a los grupos fónicos del español, lo que les da un aire conversacional más consistente. Pero al mismo tiempo ese tono se enrarece por las preguntas retóricas, los apóstrofes, las pausas internas, los braquistiquios y los encabalgamientos que “dramatizan” la sonoridad de los poemas. También lo hacen los adjetivos y tropos reñidos con cualquier tipo de oralidad. En síntesis, tal vez sea el primer libro que se desliga de cualquier atisbo pretencioso, solemne; que transmite sostenidamente, en su explícita artificiosidad, una sensación de verdad.

Los últimos versos de las acotaciones iniciales de “Oscura noche en duelo”, primer poema del libro, contestan el epígrafe del primer libro de Mattoni. Si la cita de Marco Aurelio en El bizantino rezaba: “El presente, en efecto, es igual para todos, lo que se pierde es también igual, y lo que se separa es, evidentemente, un simple instante”, ahora se propone una variación que pone en entredicho esos pensamientos: “El presente, en efecto, es igual para todos,/ pero lo que se pierde nunca lo es:/ así el instante de sus palabras permanece/ virtual y simplemente separado del resto”. Si “las calamidades” suponen desgracias o infortunios colectivos, el automóvil que traslada nocturnamente a cuatro amigos, sacudidos por las pérdidas, los sume “uno por uno” en una deriva sin signos visibles de redención, cortados los hilos que los sujetaban al pasado y al futuro. Entre las locuciones de cada uno, breves didascalias narran y describen el contexto de enunciación: un pintor fracasado va al volante, a su lado lo acompaña un viudo, detrás viajan un padre que perdió a su hijo y un amante que se fugó para siempre de su pareja. Cada uno repasa y “maldice” las calamidades sufridas, buscando darle un sentido a su dolor, formulando preguntas que los demás no pueden responder.

Todo el poema se desarrolla en un lenguaje que roza el tremendismo, al límite de la hipérbole, con góticas alusiones a “microfantasmas”, “tinieblas” y “voces de los muertos”. Algunos personajes pueden volverse grotescos en su dolor: esperar el golpe de una ausencia y recibir los propinados por una patota, leer en la pérdida de una pareja la clausura de un destino artístico, ya advertido en unas telas pintadas.

“Selva selvaggia”, el segundo poema, narra un encuentro entre amigos a orillas del río para comer un asado. En él, uno de los comensales (“el viejo”) narra una historia –la de una madre bellísima y su hijo monstruoso- cargada de preguntas íntimas para los demás.
La felicidad que provoca la lectura de ambos poemas se desprende sin duda del modo en que acontecimientos cotidianos adquieren un espesor simbólico: un paseo en auto se vuelve una suerte de descenso a los infiernos, perdidos los éxtasis de la juventud; una larga conversación campestre y bien regada, un “puro simposio/ de tres generaciones varoniles”.

En “Mimo para cuatro voces”, cuatro voces recuperan, en un diálogo imposible en el que se invocan unas enigmáticas “chicas”, una conversación en un portal, el regalo de un collar, un levante nocturno. Esos pocos y breves episodios, pueriles, abrigan un misterio que sus protagonistas no han podido revelar y que aún interpela sus presentes. La mímica, señalada desde el título, supone una dramatización de las conductas, una socialización de las emociones. Algo que ponen de manifiesto las composiciones corales del libro.


El arco y las flechas

Con Sagitario (1998), el cuarto libro de la serie, un poeta nihilista de fin de siglo puede hacer de un signo zodiacal su deidad.

El trabajo con el ritmo se ha vuelto más sutil. A sus recursos habituales, Mattoni suma otras figuras patéticas (exclamaciones, optaciones, deprecaciones) y el juego con las rimas internas. Pero lo más importante, más allá de su resolución técnica, es la sensación musical creada, que al tiempo que aleja a la lengua natural de la comunicación normal, logra que “la tenue métrica de los versos” pueda “traernos noticias de la verdad”. La arbitrariedad artificiosa que supone el ritmo le devuelve a la lengua, también arbitraria, un carácter necesario: el único modo de sugerir lo que no se puede pensar ni decir, la única manera en que una lengua parece volverse “natural”. Ritmo que hace de la poesía, al igual que el sueño, “único sitio/ donde voces y cosas, quien las mira/ y las oye, llegaron a mezclarse?”.

El libro más metapoético de la serie se divide en cinco partes, cada una precedida por un epígrafe en el que se alude al arco, arma-instrumento de la figura mitológica. Cada una de ellas se ocupa de los diferentes actores que participan en el drama de la vida abortada, haciendo de los relatos míticos la base imaginaria sobre la que se urden sus ficciones. “Hijos” se inicia con la narración de un sueño. Luego se anticipan los tres poemas que lo estructuran: los “epitafios” de tres “sombras”, “mortales que esperan nacer”, cortados ya “los hilos frágiles de eso futuros/ poetas que nunca nacerán!”. “Madres” reitera la estructura del apartado anterior: una introducción y tres poemas más, en los que cada una de las mujeres se sumerge en las variaciones del dolor. “Padres”: lleva la cuestión de lo vital (“lo que no llegó a ser/ ni siquiera una cosa, ¿nos tiende hoy/ el hilo de una trampa mutua?”) a la disquisición sobre el lenguaje (“la inútil presencia/ de este enano arbolito”) y la poesía: “Las lenguas/ muertas flotan como abortos deseados.” Al poeta sólo le cabe intuir el límite: “la materia/ de unos hilos que nunca entenderás”.

“Huérfanos” hace del tema de los nacimientos fallidos materia de reflexión estética, la fragilidad y fugacidad de la belleza: “es un vidrio tan frágil que se quiebra/ apenas con el roce de una sombra”. El yo, poeta, se interroga sobre los propios modos compositivos: “¿Quiénes son/ estos cuerpos sin nombre, estas posibles/ voces que me das? ¿Qué olvidé/ para desmentir con ellos mi próximo fin?” y en inusuales versos cortos, que incluyen el voseo, se apura por señalar su particular relación con el tiempo: “En su destino/ están el arco y la poesía,/ que adelantan o atrasan/ la muerte”.

En el último apartado, “Naturalezas”, se reflexiona sobre la condición de los poetas. Si estos arrojan sus poemas como flechas desde el nacimiento, uno de ellos persigue a su madre, quiere tenerla “un instante”, hasta que la misma se convierte en un árbol como en la versión mítica. Los duelos, las imágenes repetidas de la muerte, definen la poesía: “Una cosa/ perdida busca un nombre perdido,/ ¿y encontrará su posibilidad/ tras los instintos de insensato aborto?”.


Chicas con calzas y pulóveres negros

Canéforas (2000) es, según su autor, su libro “más hermético”. Su complejidad, como la de los otros libros, tal vez dependa de la familiaridad que tenga el lector con los textos primarios, aquellos que deconstruye, pervierte o versiona imaginariamente la poesía de Mattoni. Sobre todo a la hora de asignarle referentes a los cambios constantes de voces de sus entramados corales.

Como una respuesta al humor sombrío del libro anterior, sobre todo el de sus primeros tres apartados, Canéforas practica una disección del proceso de los nacimientos, un recorrido alucinado, una arqueología imposible que precede incluso a la huella “impresa para recordar/ en otros la memoria de cartílagos,/ mucosa y mínimos indicios de órganos,/ que prometen y prometían astillas/ de hueso, placeres y ritmos”. Para ello, el libro se estructura a partir de las etapas de ese proceso, captando la materia líquida en sus diferentes estados, en un recorrido que se apoya menos en la densidad figurativa que en la osadía imaginativa de sus episodios. A “Canéforas”, la primera parte de la obra, corresponde la pureza del agua, portada en “verdosas botellas opacas”, exigiendo tan poco esfuerzo “como si el agua ya no fuera agua”, anunciando la fertilidad inminente. En un encuentro con un grupo de mujeres de jean juntando agua en un estanque, modernidad y pasado mítico se conectan, presagiando la felicidad por venir, que no niega su dolor constitutivo: “¿cómo decir/ que este verano que me entibia/ está atado a un dolor inabordable?”.

En “Pantano”, el circuito de los espermatozoides se vuelve teatro conversado en un “lago de barro” y tras la consumación, sobreviene “un homúnculo, un testigo entonces mudo/ que apenas llegó a ver un grano/ escarlata de granada: la gota/ confirmando el amplio ciclo de tu nuevo/ entusiasmo, la espera”. Lentamente entonces se recorre el “pantano del arrepentimiento”, en el que “felices moscas humanas” se molestan entre sí.
“Rompientes” hace alusión al nacimiento: ahora se trata del “agua fresca y pura de la memoria”. El nuevo ser sostiene: “Mientras espero, pienso en lo que haré/ para olvidar el mundo de los no-hechos/ y bailar sin embargo el paso yámbico/ que los evoque”. Al alumbramiento vital y poético lleva “un ritmo rápido/ y constante hasta la luz”, que se traduce en “la belleza/ de arrebatar un principio a la nada”.
”Río subterráneo” habla del tiempo antes del nombre, hecho de sueño y del fuego del alimento, una patria que pronto se sumergirá en el olvido.

“Arroyos” describe la estadía del bebé en la incubadora y el temor ansioso de los padres: “Por favor, aliviá para mí/ la gravedad de un rumor tan abundante/ que no me deja oír en el silencio/ el ruido de tus sentidos divagando/ sobre el idioma líquido recién/ aprendido”. Hacia el final, una escena teatral, protagonizada por chicas con calzas y pulóveres negros, cerca del río, a la hora de la siesta, cierra el círculo iniciado en “Canéforas”. Otra escena con aire fabuloso, otra narración con un denso espesor simbólico, que mitifica el mundo, confunde sus voces, lo vuelven soportable.

Publicado en “Bazar Americano”, el sitio web de la revista Punto de Vista, http://www.bazaramericano.com/resenas/articulos/colomba_mattoni.htm

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