El que está cruzando el río nació en San Nicolás (provincia de Buenos Aires) en 1972 y vive en Rosario desde 1990.
Es profesor y licenciado en Letras, y Doctor en Humanidades y Artes, con mención en Literatura. Colaboró con reseñas, notas y entrevistas en el periódico El Eslabón, el diario El ciudadano & su región, el diario digital Redacción Rosario, el suplemento "Señales" del diario La Capital, la revista Diario de Poesía y en la sección reseñas de
http://www.bazaramericano.com/.
Es uno de los responsables de Salón de Lectura, sección de escritores del banco sonoro
Sonidos de Rosario y seleccionó y prologó Imaginarios Comunes. Obra periodística de Fernando Toloza (Córdoba, Editorial Recovecos, 2009).
Escribió
Letras de rock argentino. Género, estilos y transposiciones (1965-2008), Baja tensión (Rosario, Editorial Municipal de Rosario, 2012), Desaire (Bs. As., En Danza, 2014) y el inédito Locales y visitantes.

jueves, 30 de septiembre de 2010

La máquina del tiempo. Sobre Ómnibus, de Elvio E. Gandolfo.


El último libro de Gandolfo sostiene en su hechura una indecisión genérica que le ha causado problemas a la hora de encontrar editor. Lo que pone en evidencia hasta qué punto superviven, en estos tiempos de corrección político-literaria en los que todo puede ser enunciado, modos de enunciación todavía inasimilables para un sector no menor del mercado cultural.
Desde sus primeras páginas, esta mixtura de ensayo, relato de viajes y notas autobiográficas apela a una sostenida retórica conversacional, expositiva, como la de un pasajero que dialoga con su acompañante de viaje, para convocar imágenes, episodios y sensaciones en torno a la palabra-experiencia que le da título al libro. Ómnibus, como lo “demuestra” el texto, usa y abusa de ejemplos, digresiones, descripciones, analogías –todos procedimientos desviados de sus lógicas habituales de funcionamiento- para “probar” la riqueza y complejidad, muchas veces desapercibidas, de lo real.
De todos modos, como se explicita en alguna de las numerosas autorreferencias del texto, el ómnibus no debe ser pensado como una alegoría – cuyos ocultos tesoros de sentido se desplazarían con él-, sino más bien como la puesta en evidencia –en superficie- de una experiencia vital, una manera de ver, sentir y pensar: “una especie de serena experiencia. Pero a la vez maleable, densa, cargada de algo”. Se vuelve así una suerte de “tecnología del yo”, al igual que la droga, el alcohol o la literatura, y por supuesto, el cine, que impregna el texto no sólo con sus modos perceptivos y retóricos sino con aun algo más radical: una manera de experimentar el tiempo y el espacio, y sus múltiples intersecciones. El paisaje y sus objetos, filmados por el ómnibus (“en un ángulo sesgado que lo iba empequeñeciendo (iba la silueta del hombre caminando como con alegría, dinámicamente, cada vez más chico, y dejé de verlo) tomé conciencia de lo pelado que era el paisaje a esa altura”), adquieren las propiedades del tiempo, inscriptas en los primeros por los desplazamientos del segundo. El movimiento se muestra inseparable del tiempo: “mientras yo miraba con el costado del ojo el paisaje de afuera, en el que había y sigue habiendo algo que se me escapa, que se me va”. Se da así una especie de experiencia simultaneísta del tiempo (“se le había hecho infinito el tiempo”), que entrecorta el relato con idas y venidas, interrupciones, digresiones, anticipaciones y conexiones imprevistas. En ese sentido, resulta plausible el modo en que el texto despliega ciertas precisiones temporales (“Aquí debo hacer precisiones de fechas”), que responderían al tiempo lineal del progreso, para envolverlas al mismo tiempo en una escritura que socava sus poderes referenciales y las enlaza con otras versiones del tiempo: el tiempo cíclico de la analogía y el tiempo hueco de la conciencia irónica. Lejos de ocultarse, la divergencia entre tiempo de la experiencia y tiempo de la escritura se manifiesta en la superficie textual: “Estuve dudando acerca de incluir ciertas precisiones en esta tercera parte, pero por fin decidí hacerlo. Es esto: ha pasado más de un año desde que escribí la segunda”.
Ómnibus enuncia cierta relación con el saber que, por su inacabamiento y la atención puesta en el detalle (“infinitamente cargado de detalles. Detalles que uno va aprendiendo viaje a viaje, pero nunca para llegar a un saber definitivo de esas cuatro horas (…) Porque ese saber cambia una y otra vez”), lo emparenta con el ensayo. Otro rasgo que lo aproxima al género sería su manifiesta pulsión por citar (de memoria): los otros textos pueblan la obra, llegando a ser el tema de un capítulo (“Parientes”) e inclusive se les dedica un apéndice.
Si bien el texto despliega una amplia paleta emotiva, ciertas historias de vida que transitan esporádicamente el texto, junto al estilo mordaz de la voz principal que se encarna en un “crítico literario”, hacen perceptible en su estilo cierta “ponzoña ligera que lo acidula”. Ese hombre que ha vivido más de lo que le queda por vivir, aún despejándose la posibilidad de una analogía fácil entre viaje físico y vital -como él mismo personaje reclama-, destila una visión melancólica sobre los objetos: “fue el detalle que aprendí en ese viaje, y que nunca más me sirvió para nada”. Siempre fugaces, siempre fluyentes y mortales, como las estaciones (las temporales y las de ómnibus), como las geografías rurales y urbanas, van las palabras y las vidas humanas.
El modo fragmentario con que Ómnibus capta intensidades recuerda al Barthes de “lo novelesco sin la novela”. Nosotros podríamos agregar “lo ensayístico sin el ensayo”, “lo cinematográfico sin el film”. Entrelazar dichas intensidades con felicidad no es tarea fácil. Semejante mérito se lo adjudicamos al arriesgado híbrido llamado Ómnibus.

Publicado en El Eslabón n° 72, Rosario, agosto de 2006.

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