El que está cruzando el río nació en San Nicolás (provincia de Buenos Aires) en 1972 y vive en Rosario desde 1990.
Es profesor y licenciado en Letras, y Doctor en Humanidades y Artes, con mención en Literatura. Colaboró con reseñas, notas y entrevistas en el periódico El Eslabón, el diario El ciudadano & su región, el diario digital Redacción Rosario, el suplemento "Señales" del diario La Capital, la revista Diario de Poesía y en la sección reseñas de
http://www.bazaramericano.com/.
Es uno de los responsables de Salón de Lectura, sección de escritores del banco sonoro
Sonidos de Rosario y seleccionó y prologó Imaginarios Comunes. Obra periodística de Fernando Toloza (Córdoba, Editorial Recovecos, 2009).
Escribió
Letras de rock argentino. Género, estilos y transposiciones (1965-2008), Baja tensión (Rosario, Editorial Municipal de Rosario, 2012), Desaire (Bs. As., En Danza, 2014) y el inédito Locales y visitantes.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Sueño de una noche estrellada. El novio, de Enrique Butti. El cuenco de plata, Buenos Aires, 2007, 240 páginas.

El santafesino Enrique Butti (1949) es periodista y escritor. Publicó numerosas obras —en muchos casos premiadas— que incluyen novela, cuento, teatro y literatura juvenil. “El novio”, su última novela, da cuenta de su talento compositivo y se perfila como una de las propuestas narrativas más interesantes del año.

Según los relatos entrelazados que componen “El novio”, un inspector del Catastro Municipal irrumpe en los hogares aduciendo buscar construcciones no declaradas por sus propietarios. Sin embargo, como esos mismos relatos van develando, su verdadera misión es otra: denunciar a melancólicos ciudadanos que se niegan a seguir adelante con su vida corriente, “enclaustrados” en sus propios domicilios, víctimas a ojos del Estado de una patología social que pone en riesgo el bienestar de la comunidad.

Con reminiscencias de las historias de espionaje, pronto se revela que el inspector es más bien un triple agente, de una cruzada personal, amorosa y arrebatadora. En ella, encarna a un seductor que aborda indiscriminadamente a mujeres para arrancarles una cita y un beso, como los pasos previos —”Proemios a la noche estrellada”, se titula la primera parte de la novela— de una verdadera historia de amor, narrada en su segunda parte. De este modo, el inspector que perturba con sus embates donjuanescos la vida rutinaria de decenas de mujeres se convierte en el novio, un perseguidor que también será finalmente perseguido, víctima de su propia compulsión seductora.

“Si yo fuera” es la construcción con que suelen iniciarse los títulos de los capítulos, volviendo enigmáticas las identidades de los narradores y dotando de cierto carácter lúdico a sus relatos. Así se enhebran los primeros apartados, correspondientes a los testimonios de las mujeres comprometidas con el seductor y a los informes de otros agentes de inspección. Si, mediante un recurso ya convencional, la pluralidad de versiones hace avanzar el relato al tiempo que vuelve más enigmática la figura de uno de sus protagonistas, la novela entra en una deriva desopilante cuando se convierten en narradores los mismos zapatos del inspector, uno de sus sueños, un candado herrumbrado o el universo en expansión, recreándose así un mundo maravilloso frente al que el lector siente que pueden hablar hasta las paredes —y de hecho lo hacen en un momento—, cuando se juega el juego de la literatura: el que consiste en nombrar un mundo hasta entonces innominado.

Los cambios de óptica aludidos implican diversas percepciones de los objetos y diferentes —y hasta encontradas— actitudes hacia ellos por parte de los observadores, acentuadas en la obra a través de la proliferación de discursos que se vuelven modelos de singulares pastiches satíricos. En ese sentido, los “si yo fuera” recuerdan los “A la manera de...” con los que se imitaba el estilo de alguien con efectos humorísticos. En “El novio” el discurso de un inspector, de un crítico de arte, de un profesor con aspiraciones cientificistas o el testimonio de vida de una mujer con problemas familiares se suceden para relatar una historia común y sin jerarquías valorativas, al tiempo que se manifiestan las aristas irrisorias de sus propios modos de enunciar.

Desde el detalle sorprendente —la descripción del recorrido de una sola gota de sangre— hasta la rigurosa orfebrería del conjunto, todo parece justificado en esta autotitulada “comedia”, cuyo humor sostenido en toda la obra sabe aprovecharse del rico material que proporcionan las hablas de la calle, actuales o ya extinguidas, o de los encuentros inesperados que genera una capacidad asociativa sorprendente.

No es entonces casual que, entre sus múltiples voces, la última pertenezca a un fantasma, alguien que pierde peso y sustancia para alcanzar libremente las alturas de la imaginación, y que puede decirle al protagonista de la novela, como si se tratara del mismo lector: “Vaya, amigo, que el cielo es suyo”.
Publicado en "Señales", La Capital, 11/11/07.

Iluminaciones: el deseo del memorioso. Sobre Yo nunca te prometí la eternidad, de Tununa Mercado.

Un niño de seis años y su madre, una militante antifascista, huyen de los alemanes en la Francia del año 1940. El sorpresivo ataque de un avión los separa. Desde entonces, Sonia, una alemana judía de izquierdas, perseguida por los nazis y discriminada por los mismos franceses, buscará a su hijo perdido y a su esposo desencontrado.
Ésa es la breve historia que Pedro, uno de sus protagonistas, le da a conocer décadas después a la narradora, en una “reunión que por anodina no prometía sino que más bien quebraba cualquier expectativa de narración”.
El relato casi épico, que secretamente ofrece algunos puntos de contacto –la militancia, el éxodo, la pasión intelectual– con la propia suerte de la narradora, exiliada en México, ejerce en ella un influjo que, lejos de debilitarse, crecerá a partir de un nuevo suceso: Pedro le facilita el diario de viaje donde Sonia registró aquella aventura. Esa bitácora, hija de la prisa, las urgencias materiales y la angustia de esos días de éxodo, traza una escritura elíptica y sugerente, cuyos blancos no dejan de despertar voces en la narradora, quien inicia así una morosa y extensa “investigación”, que incluirá años de viajes, entrevistas, consulta de escritos y fotos familiares.
Yo nunca te prometí la eternidad narra la historia de esa busca, sin renegar de su poder referencial: “Siento satisfacción por haber encontrado esos nombres en el mapa de las carreteras de Francia”. Al mismo tiempo, se vale de un tono conjetural, interrogativo, que tiñe gran parte del relato, y con el que se manifiesta, a veces en forma explícita, la imposibilidad de reconstruir completamente los sucesos. De este modo, la obra establece una singular relación con el pasado, es decir, con la historia. Ni ella, definida de manera teleológica, es un a priori que hay que recuperar a partir de los documentos; ni el concepto de historia se diluye junto con el de representación, en pos de la autonomía estética de la obra. Yo nunca te prometí la eternidad hace visible los modos en que lo social se comunica y se simboliza culturalmente, volviendo engañosas, a través de un exquisito trabajo formal, las fronteras entre lo verídico y lo inventado, lo documental y lo ficticio.
Hay algo de compilador en la narradora: suma relatos, en su mayoría pertenecientes a géneros autobiográficos (diarios, cartas, memorias), que alimentan un reservorio de voces que se han propuesto la recuperación del tiempo perdido. Una pesquisa personal deviene búsqueda de una comunidad dispersa en el mundo, cuyos integrantes, en posiciones culturales e ideológicas diferentes, están dando sentido a su pasado, reciente o lejano. Acontece así esta suerte de reconocimiento de la historia, que no se basa en el peso de los acontecimientos sino en las prácticas de conocimiento y de narración que la identifican.
Asumiendo la diferencia entre realidad y referente, la ficción volcará sus decires sobre un mundo que es heterogéneo, como ella misma será heterogénea a toda otra ficción: “Cuando atravesaron esa última puerta de la ciudad, sin contar las otras que en el tiempo se fueron entremezclando, como se verá, según los diferentes relatos de la partida –de Sonia, de Jeanne, de Pedro–”.
La dicotomía referencia histórica-autonomía de la obra, que esta obra trasciende, implicaría la consideración de lo real y de la materia lingüística como consumados. Por el contrario, según esta novela, es la incompletud lo que caracteriza a toda representación. El relato se vuelve provisional, al saberse atravesado por las contingencias del lenguaje y de las cosas. Dicho carácter se tematiza en la obra a través de la dispersión de una comunidad por el mundo, del desfile de interlocutores y textos, que también se trasladan de un idioma a otro. Ese movimiento incesante manifiesta lo provisorio de los objetos, sugerido por el título mismo de la novela, aun de los nombres propios: Pedro es también Pierrot o Pierre; Sonia, Charlotte o Carlota. Fugacidad de la que no se puede sustraer ninguna vida, ni siquiera la de uno de los mayores pensadores de ese tiempo, Walter Benjamin, que aparece en el relato sufriendo un común destino trágico. Contra esa fugacidad se revelaría la literatura misma: “Esa consecuencia de escribir que es detener, plasmar, inmovilizando la materia que de otro modo volaría sin freno, desacoplada”.
En ese sentido, esta novela se vuelve militante, comprometida: “El deseo del memorioso” está “empecinado en volver inextinguible lo que ha logrado iluminar con la memoria”, a través del trabajo riguroso de la forma. Ese deseo, creemos, es el que alienta las páginas de esta novela.

Publicado en diario El ciudadano & la región, Rosario, 14 de noviembre de 2005.

El legado del último romántico.


Con la prisa de quien tiene los días contados, el colombiano Andrés Caicedo escribió compulsivamente miles de páginas desesperadas. Junto con casetes, diarios y revistas, esos papeles se acumularon durante años en el cuarto de la casa familiar, al que supo regresar, a la deriva de sus crisis emocionales, una y otra vez. Tras su muerte, su madre guardó con candado el material en arcones y baúles: esos cofres atesoraban, como en una versión libre de un cuento de Poe (héroe literario de Andrés), lo que había consumido la vida atormentada de su hijo. Años más tarde, su padre reabrió los baúles para “descubrir poco a poco” a su hijo. Los amigos y admiradores de Andrés accedieron luego a los manuscritos. Se encontraron con  novelas, cuentos, memorias, poemas, guiones de cine, entre otros textos que catalogaron y seleccionaron después para publicarlos. Desde entonces, Caicedo es considerado un precursor de la narrativa contemporánea de Colombia. En vida, dirigió obras de teatro y películas escritas o adaptadas por él, publicó cuentos en revistas y suplementos dominicales y cientos de críticas cinematográficas. El día en que recibió un ejemplar de su primera y única novela publicada, ¡Que viva la música!, decidió quitarse la vida.

Memorias atormentadas
El cuento de mi vida es el nombre que recibieron las memorias de Caicedo, compuestas por textos extraídos de cuatro cuadernos fechados entre 1974 y 1977. Se acompañan de fotos y de dos cartas, una encontrada el día de su muerte en el rodillo de su máquina de escribir y otra, sobre la mesa del comedor de su último domicilio. Con estos escritos autobiográficos, dictados “automáticamente”, el colombiano pretende hacer una suerte de “laboratorio” de sí mismo -algo que de alguna manera resulta toda su obra- que lo ayude a comprender y manejar “la maraña de hechos oscuros y velocísimos” que lo rodean. La sensibilidad de Caicedo no sólo recuerda la inmadurez romántica de Scott Fitzgerald, sino también la lucidez devastadora y amarga que destilan los ensayos del norteamericano agrupados en El Crack-Up.
El autor repasa sus actos cotidianos y pasados con una distancia inhumana, como si correspondieran a diferentes personajes a los que jugó sin demasiado éxito o convicción: “fui dando la imagen del niño que no ha crecido o se niega a crecer”. Caicedo percibe, piensa y siente el mundo desde una sensibilidad extremada, adolescente. Sufre “incalculablemente” y sobre todo teme: “que no llevo sino mi poquito más de destrucción, mi capacidad de terror minada por el terror mismo”. La realidad le duele trágicamente, como si los hechos del mundo le llegaran sin ningún filtro emocional o intelectual. Los amores desesperados, el sexo poco convencional (“prostitución, masculino, poca estabilidad emocional”) y el consumo de drogas que le quitan el cansancio de sí pero lo vampirizan (“un parásito que ya empieza a dejar conocer los primeros síntomas de la devoración”) dan tema pero sobre todo forma a la escritura, que a pesar de hundir sus raíces en los imaginarios del melodrama se salva del patetismo y la autocompasión con toques de ternura y de una capacidad imaginativa que no declina.

Destinos fatales
Angelitos empantanados (o historias para jovencitos) reúne tres relatos que comparten a los personajes Angelita y Miguel Ángel, en una suerte de saga a la que se podría agregar Cali como tercer protagonista común. La ciudad que cobija las historias es retratada con la ambigüedad de quien ama y odia su tierra natal. Siempre aparecen sus calles, edificios, barrios y zonas que exhiben a un tiempo belleza y fealdad, espacios para el amor y el desencuentro, la felicidad y la amargura. Sin caer en el panfleto, Caicedo recurre a tipos sociales y acontecimientos históricos que instalan lo político en los relatos de un modo alucinado: “el río Cali se desbordó una vez más, ocasionando grandes tragedias. 65 jóvenes de ambos sexos perecieron ahogados en el grill Latino mientras un solo de trompetas”.
Tanto en “El pretendiente” como en “Angelita y Miguel Ángel” y “El tiempo de la ciénaga”, la sintaxis de Caicedo es arrebatada, transmite esa sensación de apurada desesperación con que unos jóvenes burgueses, puros y enamorados, se desbarrancan física y moralmente.
El entramado de términos locales, diminutivos inusuales y construcciones sintácticas aquí desconocidas (“yo andaba era de un lado para otro”) vale como un plus de musicalidad para los lectores argentinos. Ese registro de la oralidad, junto con las ocurrencias del narrador, alienta un fuerte sentido del humor a pesar del dramatismo de las historias “recuperadas”: “se montaron en un carrito Simca blanco que ella manejaba. Lo cierto es que nunca tal color me transmitió tanta vileza”.

Los amores locos
Calicalabozo es el nombre que el mismo Caicedo pensaba darle a su colección completa de cuentos. Consta de quince textos, algunos publicados en revistas y suplementos y otros seleccionados como las “mejores versiones” inéditas de las múltiples encontradas en los baúles. El joven escritor, nunca conforme con lo producido, retomaba sus historias para mejorarlas, pero en lugar de corregirlas terminaba transformándolas en otras bastante diferentes. Para comprobarlo puede leerse el último cuento de la serie, “Berenice”, y cotejarlo con “Angelita y Miguel Ángel”, del libro antes comentado.
Escritos en su mayoría en 1969, los textos dan cuenta de la fascinación de Caicedo por el cine y por los géneros literarios poco prestigiosos. Personajes encerrados que reflexionan, escenas de canibalismo, crímenes diversos recurren en sus historias, entre las que se destacan las narradas por “Los mensajeros”, “Calibanismo” y “Los dientes de Caperucita”.  
El punto de vista de las narraciones cambia vertiginosamente: el narrador pasa de la primera a la tercera persona, o intercala diálogos, de modo casi imperceptible, transmitiéndole al lector la confusión de esas vidas adolescentes. Si bien las historias parten de una situación inicial bien trazada, pronto el “atolondramiento” del narrador de turno interviene para desmadrar sus tramas: sólo lo que se experimenta en el lenguaje parece sostener los relatos que se desentienden rápidamente del verosímil planteado desde el comienzo.
Ese desborde es el responsable de las mejores páginas de Caicedo, pero también de las menos interesantes, en las que el lenguaje sucumbe a las imposiciones del personaje. En unas como en otras, el joven escritor se propone responder, con diferentes rodeos, preguntas que no siempre se explicitan: ¿quién soy yo?, ¿por qué sufro tanto?, ¿cómo y por qué debo vivir? Los datos de su biografía hacen pensar que se las tomó muy en serio.
Publicado en "Señales", La Capital, 12/4/09.

Jim Morrison: dionisíaco y barroco. Sobre Ave roc, de Roberto Echavarren.


Ave roc es la primer novela del uruguayo Roberto Echavarren. Fue publicada por la editorial bajo la luna nueva, en el 94. Dedicada a la memoria de Néstor Perlongher, se propone la evocación amorosa de otro desaparecido, que en vida encarnó, como el primero, numerosas figuras de la intensidad y la lucidez: Jim Morrison. Ambos, multifacéticos, con el destiempo propio de las geografías a las que pertenecieron, fueron creadores de una poética del éxtasis, del trance, del estar fuera de sí.
La voz narradora, de un rioplatense que recuerda su relación con Jim -amigo, amante, ícono del rock, decadente parisino-, asimila la primera persona del rock, que cuando dice yo significa nosotros. Ese diálogo íntimo que el texto teje está articulado por la forma epistolar insinuada: la novela se escribe en segunda persona, destinada a un tú que está muerto, a un yo también perdido.
En Ave roc fluye el tiempo, que no es absoluto (“El tiempo está de nuestra parte”, dijiste. ¿Cuál tiempo, ahora? El que necesito para contarte estas patrañas. El tiempo que te supiste dar para salir como un cohete arrasando de costado aquellos cañones de casuchas (...) supiste robar el tiempo, el tiempo que no sabe qué se hizo con él, qué se hizo de él, pero yo lo sé y te lo diré”), como también fluyen los lugares, los sexos de los personajes, los amantes o agresores ocasionales, las razas, los ritos. La novela que se pretende memoria de una vida, de una figura célebre, y por lo tanto plantea la construcción de una identidad, socava paradójicamente toda posibilidad de hacerlo, por la misma estética del texto, que se erige como una verdadera puesta en acto de la demolición del pensamiento de la identidad. El espíritu dionisíaco que alienta la escritura, y que es tematizado en la novela de múltiples formas, condice con el barroquismo de una prosa que deviene poesía a cada paso, que despliega una sintaxis a veces simple, a veces compleja, y que puede hacer uso tanto del criollo “milico” como del modernista “rielar”.
Los hitos biográficos de Jim aparecen iterativamente en la novela, que progresa hacia su final en una bañera de París. Del mismo modo en que se entretejen los indicios tanáticos (la fascinación de Jim por el vacío, por ejemplo), desde la infancia misma hasta esa suerte de suicidio final por sobredosis.
Ave roc también practica una arquelogía: la de los “dorados” años 60. Época y sujeto, se contrarrestan, para el narrador, como modo y estilo. La moda sería la cosificación impuesta, reglada socialmente; el estilo, que el narrador reconoce y valora en Jim, sería la asunción plena de la subjetividad. Sin embargo, el estilo, como las cristalizaciones que permanecen en las obras (gestos, perfomance, letras, poemas, melodías, vestuario) de un autor, reconocibles, también son formas de la identidad, de la muerte. El estilo sería lo que insiste en permanecer cuando el volado Morrison, en trance, deja de ser quien es. Por eso tal vez Jim abandona tempranamente su estilo, a lo Rimbaud, “ocultando la imagen más fuerte de la década”.
Como en un teatro de máscaras que nunca abandona, el Jim de Echavarren juega a aterrar y a seducir a los demás. Esas máscaras pueden llamarse Alejandro, Nietzche, Blake, el Living Theatre, Kerouac, referencias culturales de las que Jim se apropia sensualmente. Nómade, ni hombre ni mujer, ni indio ni civilizado yankee, ni puro rocker, poeta, cineasta, intelectual de izquierda, transita entre “el yoga y las borracheras”, valiéndose de “tres voces al mismo tiempo (...) ¿De dónde salía el timbre de poseído cuando hipabas la cerveza? No era de nadie, era de ultratumba, de alguien vuelto lobo hace tiempo.”
El narrador retorna a viejos filmes, repasa fotos, letras de canciones, consulta entrevistas, en una suerte de exhumación arqueológica y fallida. En lugar de ganar certezas sobre el personaje, aumenta el misterio de una vida que no entrega todo su sentido: “¿Quién se toma el trabajo de programar la salida, pensé, a quién le preocupa que lo amen dos veces: en vida y después de muerto? Jugaste esta carta el tiempo todo. Te escondías para que te siguieran queriendo.” Lo mismo, se nos ocurre ahora, que hace felizmente Echavarren con su novela.

Publicado en El Eslabón n° 63, Rosario, septiembre de 2005.

Imágenes robadas de la pasión kitsch. Sobre Aún soltera, de Dani Umpi.


Dani Umpi es el nombre artístico de Daniel Umpiérrez, un uruguayo multifacético cuyas intervenciones públicas exhiben alternadamente sus dotes de cantante, artista visual, poeta y novelista. Ha participado en muestras y eventos artísticos colectivos en Europa y Estados Unidos, y suele visitar la ciudad de Buenos Aires para hacer sus perfomances musicales. Aún soltera, su primer novela, fue publicada por la editorial Eloísa Cartonera y logró agotarse rápidamente. Ahora es el nuevo sello Mansalva quien la pone al alcance de un público lector cada vez más ávido de voces singulares entre tanta literatura “bien escrita”.
La novela narra la historia de Eloísa, una soltera de cuarenta años que regresa a Piriápolis, la ciudad de su infancia, para habitar la antigua casa familiar. Bajo los efectos de su cleptomanía precoz, roba, recién llegada, el diario íntimo de la joven Elisa. El contrapunto de sus voces y de sus vidas guiará el desarrollo de toda la novela, en la que los juegos especulares no tendrán pausa y darán la sensación de que el mundo verdaderamente es un pañuelo, de color chillón y con iniciales bordadas en dorado.
Aún soltera se instala de lleno en el espacio kitsch. Sus objetos pueblan los espacios de manera sobreabundante, evitando la proliferación de vacíos que pudieran atentar contra una felicidad sin sobresaltos: “Las paredes estaban repletas de estrellas de mar, vértebras, boyas, anzuelos, redes, collares, caracoles y retratos de familiares que nunca llegué a conocer”. Objetos bellos y útiles: utilitarios que devienen estéticos como los elementos citados; ornamentos que adquieren funcionalidad por un estructural principio de inadecuación, como es el caso de los emblemáticos enanitos de jardín convertidos en urnas.
En el mundo creado por Umpi, la felicidad no se extrae de la distancia irónica con respecto de los objetos sino del complaciente y reiterado contacto con ellos. De ahí la omnipresencia de las canciones de Raffaella Carrá que introducen como epígrafes cada uno de los capítulos y dominan, junto con las de Simone, Piero o Abba, las horas cotidianas de sus personajes.
La protagonista desbarata un lugar común dentro del desfile de lugares comunes que siempre resultan las cuestiones de tipicidad: se puede ser frívolo y lúcido al mismo tiempo. En ese sentido, un relato poco efectista representa un mundo donde los efectos rigen las vidas humanas. Bajo una perspectiva adorniana, el mundo kitsch resulta la parodia de la catarsis que toda buena obra debería provocar en el receptor. Aquí más bien se insinúa como el terreno fértil donde florecen sensaciones y emociones que enriquecen la vida de los sujetos: “El viento es el espectáculo más efectista de la naturaleza, lo es mucho más aún que las puestas de sol o los gatitos jugando con niños pequeños sin arañarse. Ante él es inevitable rendirse y asumir nuestra cursilería innata. Me inspira”.
Todo texto literario que se precie de logrado elabora su propia gramática ficcional, con la que el lector valora, junto con su carga de informaciones previas, lo que va leyendo. Aún soltera logra componer su propio horizonte de enunciabilidad con una felicidad y precisión poco usuales. Palabras como “viento”, “hermoso” y “lógicamente”, para dar algunos ejemplos, adquieren estatuto propio dentro de un relato que las irá resignificando de modo recurrente.
En una dirección claramente trazada por Puig, la novela se nutre de ciertos discursos como el de la prensa de variedades, el de la publicidad o el de las telenovelas. Esos discursos moldean la sensibilidad de la protagonista: “Me encanta que diga “a decir verdad” porque parece salida de la traducción de un teleteatro brasileño repleto de expresiones del tipo “¡imagínate!” o “¡por el amor de Dios!; expresiones que vendrían muy bien en la vida cotidiana”, quien parece suplir la falta de experiencias vitales a través de una sobre-estetización del mundo: “Todo resplandecía como en una postal de viaje, y yo caminaba por las calles como si vistiera una traje de lino y bijouterie nacarada”. La conversión, el travestismo de un mundo -que sólo así se vuelve soportable-, apela una y otra vez, según la pasión kitsch que profesa Aún soltera, al robo: sólo así un cementerio de botellas podría destilar su curiosa secreción de belleza y felicidad.

Publicado en diario El ciudadano & la región, Rosario, 10 de julio de 2006.

Las potencias reveladoras de la risa. Sobre Rosa de Miami, de Eduardo Belgrano Rawson.


Rosa de Miami, la última novela de Eduardo Belgrano Rawson, se inicia con un diálogo imposible: el que sólo sostiene el narrador, otrora mediocre escritor de historietas, frente a la presencia muda de su abuela. En un tono coloquial, cargado de palabras chispeantes, le anuncia su decisión de reflotar un viejo proyecto rechazado por sus editores: “Garrapatenango”, una comiquita -“que en venezolano significa historieta”- sobre episodios de la historia latinoamericana.
Si Rosa de Miami es el resultado de ese proyecto, el largo cuento que el narrador promete contarle a su abuela -que tal vez tampoco pueda oír-, habría que indagar qué significa afrontar la historia como una historieta tropical.
En principio, se hace evidente su adscripción al viejo arte milenario y universal de contar historias, que no respeta jerarquías sino que se somete a las infinitas digresiones y peripecias de la narración colectiva, impulsado por el propio deseo y atento al de los receptores, que hay que ganar para sí. Quizá algo de ello gravite en la visita del narrador a La Punta, “la Patria del chusmerío”, donde habita quien fuera en otro tiempo “una máquina de contar historias”. Esa propensión anímica a contar se manifiesta, a través de la sintaxis, desde el primer párrafo de la novela: “Son dos amigos del alma que desputizan el pueblo, se enamoran de una chica y se van de balseros a la Florida. Eso, en líneas generales. También sería la crónica del asalto a un balneario antillano por un puñado de paratrúpers llegados de Guatemala que resultan derrotados, huyen en una chalupa, navegan a la deriva y acaban como antropófagos”.
Hacia el final de la novela se citan numerosos diarios, revistas, memorias, textos históricos y testimonios orales que han servido para la reconstrucción de los episodios no ficcionales. El hecho de que compartan la misma tipografía con los demás capítulos -a excepción del primero que utiliza cursiva-, sugiere que documentos e imaginación se despliegan en un mismo plano de representación. Es más, la ignorancia sobre el mundo caribeño alimentará la invención desde el comienzo: “Abuela: ¿Sabés cuánto hay entre Guatemala y Dominicana? Yo tampoco, si vamos al caso, pero se me hacen que están pegadas, entre playas de cocoteros y viejas ciudades mayas”. Ese desconocimiento parecería inspirar el afán expositivo de los mapas que se intercalan en el texto, cartografías que recuperan con humor referentes y coordenadas del relato.
Ahora bien, la invención a la que nos referíamos hace un momento se despliega también en el terreno lingüístico, a través de la composición de una lengua latinoamericana que no habla nadie pero que podríamos hablar todos. Lengua rítmica y musical, que mixtura otras lenguas y suele abusar de las palabras compuestas: “paratrúpers”, “usnavis”, “barbuses”, “orishas”, “carapálidas”, “cagaclavos”...
El calor del caribe parece despertar las cargas de alegría que portan naturalmente las palabras, y que se liberan en explosiones de humor, edificando con ellas la utopía de un habla liberada de ataduras, que logre superar el humor melancólico del sur, como un signo de los tiempos: “el calentamiento global” nos iguala, ahora que “el mundo es un puto pañuelo”, se escucha en el sur la nueva música nacional, la cumbia villera, y “encima llueve como en el trópico. Pensar que antes te hacían la multa si llegabas a baldear la vereda”.
Aquí no hay burla, ni parodia, ni distanciamiento irónico por parte del narrador, que pinta episodios de hombres y mujeres (y en esto no hay diferencia entre escritores, periodistas, intelectuales, líderes, prostitutas, espías...) a la deriva de sus vidas y sus sueños. Siempre irrumpe lo anecdótico para desempolvar al personaje histórico: la bragueta abierta del Che en una visita colegial, la patadura de Fidel para el baile que preocupaba a sus hombres, el “irrazonable entusiasmo” de un profesor universitario frente a la escritura de un nuevo libro, Camilo practicando el brinquito en sus días de ilegal en la Yuma. Todos, al igual que los balseros que tanto transitan esta historia, viven al borde de la zozobra. El capítulo denominado “Obituario” lo confirma; todos, como mortales, reciben un trato semejante en esas partidas de defunción: “Apenas había pasado un mes del balneario cuando el dictador de Dominicana cayó en una encerrona coordinada por el Consorcio, mientras volvía de echarse una siesta con su mujer.  Saltó del auto pistola en mano, pero igual lo acribillaron. Durante más de treinta años, había sido el rey de la selva. Ahora estaba muertísimo”.
La profusión, el exceso, lo hiperbólico, como procedimientos centrales en la novela, sacan  de quicio a las visiones cristalizadas del pasado. Como un historiador peligrosamente autodidacta, que desconoce el rigor de la academia y se deja llevar por la fuerza del detalle, el narrador pierde la distancia necesaria para reducir conceptualmente la materia histórica, cuyos hechos se vuelven poéticos a través del trabajo de la alucinación: “Hay pocas cosas tan bellas como una bandada de jets surcando como patos salvajes los cielos del amanecer”, o del sueño: “Soñó que la Corriente del Golfo era un río esmeralda que se perdía a lo lejos como una ruta por el desierto (...) Una chalupa de zombies surgió bajo las luces estroboscópicas. El mar hervía de nadadores que procuraban asirse a las balsas. Desde la borda del guardacostas los rechazaban con los bicheros. De pronto apareció la balsa de los travestis, ovacionada por los turistas, a la cual le siguieron los antisociales, los rebeldes desencantados, los comunistas arrepentidos, los orishas de San Antonio, los revolucionarios puros y los escritores, aunque tal vez el orden fue otro”.
Lo que se pone de manifiesto es la incongruencia entre Historia y experiencia vital de los sujetos. Si la invasión a la Bahía de los Cochinos encarna una fallida contraofensiva capitalista-imperialista, su sentido histórico no se pierde pero se dispersa en infinitas partículas. El choque entre los hechos y su percepción configuran la misma dialéctica del chiste: “Pero no se trataba de un nubarrón de muñecas, como ella había supuesto, sino de paratrúpers carapintadas, que flotaban al viento luego de ser arrojados por los Invaders”; “Podría haber sospechado que se trataba de un submarino; que los rayos y centellas no eran sino bengalas disparadas desde cubierta por algún intruso naval. Pero se había pasado la tarde escuchando Radio Swan y ya estaba convencido de la llegada de Dios”. De ahí la riqueza de una frase que la alfabetizadora más joven de la isla, trasladada a un paraje surreal,  le enseña a escribir a un viejo cieneguero: “Habrá hombres confundidos, pero pueblos no”.
Rosa de Miami teje relaciones insospechadas entre hechos y hombres y mujeres de nuestro pasado y presente latinoamericano, apoyada en las potencias gnoseológicas de la risa: el equívoco, como corazón del chiste, revela así la heterogeneidad radical del sentido.

Publicado en diario El ciudadano & la región, Rosario, 28 de noviembre de 2005.

La lengua del pueblo me produce monstruos. Sobre Provincia de Buenos Aires, de Laura Palacios.


Provincia de Buenos Aires es un título provocativo. De los nombres propios utilizados para encabezar los relatos, podríamos decir algo semejante: Marujita, El Dr. Raggio, Mabel Castrillo, Mary González, La pobre Choli, Águeda Tölchen, Cajoncito Hernández, Los Sosa, Las Frattini, Falo de María, La de Kelly, Hugo Luis, La Oveja Ferro, La Rusita, Tencha Ibarlucía, Los Jensen. Y el tercer elemento, que los aglutina, también nos titea: el relato (los relatos) sobre la infancia. Podríamos hacer confluir todos estos elementos en un mismo argumento: nos desplazamos otra vez por un terreno sólido de la narrativa, la recuperación del pasado a través de tipos y situaciones características, con sus agudezas de observación y sus denuncias, el detalle superfluo, la explicitación trivial, la descripción-inventario de hechos y objetos que abundan en el texto. Todo, podríamos decirlo, al servicio de un predicado sobre la vida social: la recuperación costumbrista de un mundo perdido. Esta visión de lo literario que nos irrita, que no queremos aceptar, nos incita (nos empuja) a la lectura. Así excitados, podremos leer esta serie de relatos (esta novela, había escrito antes), como la deconstrucción feliz e inquietante del malentendido costumbrista.
Todos los personajes conviven en un mismo pueblo, cuyo nombre jamás se da a conocer. Sólo se señalan con precisión las localidades, chacras y estancias vecinas, y ciertas fechas o meses del año. Podríamos creer que no se lo hace para preservar su potencia representativa: ese pueblo ficcionalizado podría valer por otros pueblos cercanos, con rasgos comunes. Si consideráramos la provincia como una topografía lingüística, pensaríamos que la lengua provinciana, la lengua muerta que reconstruye el texto con clichés, lugares comunes, giros coloquiales y refranes, trasciende la provincia de Buenos Aires de los años cincuenta, y se la puede reconocer, aun mediando la década del setenta, en las pequeñas localidades del sur santafecino. Pero el texto es mucho más que un reservorio nostálgico de decires perdidos.
Nada más lejano que la propia infancia, ni tan difícil de compartir como la ajena. Es en ese complicado espacio, de todos modos, en el que se desplaza la narradora. Esa voz cantante se sitúa, a excepción de dos relatos, en el lugar de los hechos: ella ha estado ahí para verlo o escucharlo. Esa voz, asimismo, teje el relato deliberadamente con las voces de todos, con las cristalizaciones verbales, con las palabras compartidas en una geografía y una época. Es en ese juego compositivo de citas donde aún resuena una vieja música, prelingüística, de pulsiones arcaicas que ritman la patria de la infancia. Si Provincia de Buenos Aires habla de un despertar al mundo de los adultos, a la hipocresía humana, al discurso, los destellos irónicos que se van sutilmente sembrando en la narración lo confirman: adquirir la palabra es perder tardíamente la inocencia. Esa lengua colectiva, necia, llena de eufemismos, que mediante figuras intenta ocultar el carácter trágico de la existencia, es corroída con humor y fantasía, junto con el mundo que esa lengua permite modelar. Esos personajes típicos del pueblo, con sus nombres familiares (por el uso y la confianza), se alimentan del adulterio, la traición, el asesinato, la superstición, la violencia, la estafa, la pedofilia y la homosexualidad, carcomiendo con su mismo accionar la moral que profesan. En casi todos los relatos se tensa ese conflicto, entre el Pretérito Imperfecto de lo cotidiano y el Pretérito Perfecto Simple con que acontece lo extraordinario. Cuando esto último sucede, la narradora hace suya una retórica casi folletinesca, del suceso, que se alimenta de una amplia iconografía Pop.
Provincia... plantea la construcción de una infancia (la de una niña, la de un pueblo), apelando a dos reconocidos modos de acceso a ella. La proliferación de nombres propios y objetos arcaicos como talismanes, pertenecería al orden de la invocación. La abundancia de telas, texturas, vestidos, constituye todo un lenguaje que la narradora ha aprendido de su abuela (mamá) modista, el del cuerpo y la sensualidad: “ese vestido grueso, casi un territorio, donde sin querer germinaron visiones y anticipos (...) todo el atuendo, como una flor caníbal, se pobló de pesados aleteos. Se anegó de ciénaga y oscuridad”. El tacto, el color y sobre todo las impresiones olfativas trazan el camino de la evocación. Ambas formas de contemplación se fusionan, en el segundo relato, en una expresión que celebra la imagen construida: “Así era.” Y es así, sensualmente, como se concibe al lenguaje, familiar y aterrador al mismo tiempo. La palabra dormida por el uso cotidiano puede usar “guantes de terciopelo” que, al rasgarse, muestren su pezuña. Aunque después, esa misma palabra, como los dedos brutales del monstruo, se vuelva “a cerrar, como guardando algo para siempre”.

Publicado en El Eslabón n° 61, Rosario, julio de 2005.

El malestar de los escritores. Sobre Playa quemada, de Gustavo Nielsen.


Borges confesó reiteradamente que “vida y muerte” le habían faltado a su vida. Los Antonios Carrizos de las letras nos lo recuerdan con la misma asiduidad. Uno podría apelar a Hemingway, para situar algún escritor en las antípodas, como ejemplo del artista aventurero que esquivó bombas en una guerra mundial, pescó tiburones o se emborrachó antes y después de asistir a las corridas de toros. Sin embargo, a Ernest, a pesar de su rostro tostado por el sol y el alcohol, en tanto escritor le sucedió lo mismo que a Jorge Luis y a todos lo que escriben. Nadie puede escribir sin ausentarse del mundo; ni dejar de sentir, después de escribir largas horas, que le falta (o le ha faltado) mundo.
Los más perturbados por esta experiencia han escrito diarios, en los que, además de reflexionar sobre su obra y su vida como hombres, han anotado y luego repetido una y otra vez, como en un rezo, “hoy, a las 9 de la mañana, fui a la verdulería”. Otros, devenidos periodistas, han logrado sentir en carne propia los efectos de sus halagos o de sus diatribas. Algunos pocos, impulsados por su pasión política o su fiebre intelectual, han provocado al poder con consecuencias trágicas.
En los tiempos menos épicos que corren, algunos blogs de escritores parecen querer devolverle a sus autores el cuerpo que pierden cuando escriben. Gustavo Nielsen, por ejemplo, mantiene dos cuyos títulos culinarios –no sofisticados- parecen remitir a una placentera y vulgar existencia terrenal: “milanesas con papas” y “mandarinas dulces”. Allí, entre fotos, noticias, enlaces, lecturas y demás, suelen aparecer algunos textos, a veces muy breves, donde pareciera dibujarse la imagen de un autor que escribe “en los márgenes”, multifacético, que es arquitecto, y por lo tanto tiene “dos egos”, y que por el “honor” embiste contra las grandes editoriales que lo publicaron y le hicieron trampa en un concurso.
Bajo el mismo nombre de autor –pero que opera sin duda de otro modo-, Playa quemada, reeditado por Interzona doce años después de su primera publicación, desbarata por su intensidad toda posibilidad de agenciamiento moral. Y a pesar de trabajar con temas harto aprovechables para levantar la imagen de un autor maldito que escribe historias crudas, su escritura no coquetea con la histeria virtual sino que se roza, por el contrario, con todo lo que causa malestar en la cultura.
El libro se compone de siete cuentos en los que se perciben fuertes afinidades formales y temáticas. Playas, sueños, vacíos, relaciones incestuosas, objetos cortantes, imágenes que se desarman y se vuelven a armar, recurren en el poco consolador universo de Nielsen. “Alucinantes caracoles”, escrito cuando tenía quince años de edad, dialoga con un texto del “señor Borges”, pero lejos de modular un tono epigonal, despliega cierta viscosidad onírica totalmente ajena al escritor consagrado. Un relato que alterna perspectivas diferentes y una fuerte carga figural, narra un triángulo amoroso en el que una intrusa (“ella pulpo calamar ventosa agua fondo sueño adiós mundo real”) perturba para siempre el afán clasificatorio de unos naturalistas veraniegos. En “Adentro y afuera”, un novato limpiador de cadáveres se desplaza por los confusos corredores que comunican el sueño y la vigilia, la vida y la muerte, para aprender a exorcizar la nada que nos habita. “El círculo de los ojos de Fabiana” hace de cierta retórica melodramática el habla cruel de un círculo familiar que no transpuso los límites del incesto. “Tatuaje de cartón” patetiza, con un cuento chino, la institución familiar y los valores que la preservan. “Magalí”, uno de los mejores cuentos junto con el que le da título al libro, narra una historia de amor imposible que cruza una inverosímil guerra televisada, la redacción de un diario en ruinas y un perverso juego de collages callejeros. “Las fotos” tal vez sea el texto más ajeno a la atmósfera que respira el conjunto de la obra. Cierto pintoresquismo sirve de marco a un relato clásicamente efectista. Por último, el excelente “Playa quemada” despliega una suerte de parábola fantástica donde extrañas criaturas humanas desean sin límite, varadas “en esta orilla”, como hijitas de Darwin mojadas y ridículas.

Publicado en El Eslabón n° 75, Rosario, noviembre de 2006.

La máquina del tiempo. Sobre Ómnibus, de Elvio E. Gandolfo.


El último libro de Gandolfo sostiene en su hechura una indecisión genérica que le ha causado problemas a la hora de encontrar editor. Lo que pone en evidencia hasta qué punto superviven, en estos tiempos de corrección político-literaria en los que todo puede ser enunciado, modos de enunciación todavía inasimilables para un sector no menor del mercado cultural.
Desde sus primeras páginas, esta mixtura de ensayo, relato de viajes y notas autobiográficas apela a una sostenida retórica conversacional, expositiva, como la de un pasajero que dialoga con su acompañante de viaje, para convocar imágenes, episodios y sensaciones en torno a la palabra-experiencia que le da título al libro. Ómnibus, como lo “demuestra” el texto, usa y abusa de ejemplos, digresiones, descripciones, analogías –todos procedimientos desviados de sus lógicas habituales de funcionamiento- para “probar” la riqueza y complejidad, muchas veces desapercibidas, de lo real.
De todos modos, como se explicita en alguna de las numerosas autorreferencias del texto, el ómnibus no debe ser pensado como una alegoría – cuyos ocultos tesoros de sentido se desplazarían con él-, sino más bien como la puesta en evidencia –en superficie- de una experiencia vital, una manera de ver, sentir y pensar: “una especie de serena experiencia. Pero a la vez maleable, densa, cargada de algo”. Se vuelve así una suerte de “tecnología del yo”, al igual que la droga, el alcohol o la literatura, y por supuesto, el cine, que impregna el texto no sólo con sus modos perceptivos y retóricos sino con aun algo más radical: una manera de experimentar el tiempo y el espacio, y sus múltiples intersecciones. El paisaje y sus objetos, filmados por el ómnibus (“en un ángulo sesgado que lo iba empequeñeciendo (iba la silueta del hombre caminando como con alegría, dinámicamente, cada vez más chico, y dejé de verlo) tomé conciencia de lo pelado que era el paisaje a esa altura”), adquieren las propiedades del tiempo, inscriptas en los primeros por los desplazamientos del segundo. El movimiento se muestra inseparable del tiempo: “mientras yo miraba con el costado del ojo el paisaje de afuera, en el que había y sigue habiendo algo que se me escapa, que se me va”. Se da así una especie de experiencia simultaneísta del tiempo (“se le había hecho infinito el tiempo”), que entrecorta el relato con idas y venidas, interrupciones, digresiones, anticipaciones y conexiones imprevistas. En ese sentido, resulta plausible el modo en que el texto despliega ciertas precisiones temporales (“Aquí debo hacer precisiones de fechas”), que responderían al tiempo lineal del progreso, para envolverlas al mismo tiempo en una escritura que socava sus poderes referenciales y las enlaza con otras versiones del tiempo: el tiempo cíclico de la analogía y el tiempo hueco de la conciencia irónica. Lejos de ocultarse, la divergencia entre tiempo de la experiencia y tiempo de la escritura se manifiesta en la superficie textual: “Estuve dudando acerca de incluir ciertas precisiones en esta tercera parte, pero por fin decidí hacerlo. Es esto: ha pasado más de un año desde que escribí la segunda”.
Ómnibus enuncia cierta relación con el saber que, por su inacabamiento y la atención puesta en el detalle (“infinitamente cargado de detalles. Detalles que uno va aprendiendo viaje a viaje, pero nunca para llegar a un saber definitivo de esas cuatro horas (…) Porque ese saber cambia una y otra vez”), lo emparenta con el ensayo. Otro rasgo que lo aproxima al género sería su manifiesta pulsión por citar (de memoria): los otros textos pueblan la obra, llegando a ser el tema de un capítulo (“Parientes”) e inclusive se les dedica un apéndice.
Si bien el texto despliega una amplia paleta emotiva, ciertas historias de vida que transitan esporádicamente el texto, junto al estilo mordaz de la voz principal que se encarna en un “crítico literario”, hacen perceptible en su estilo cierta “ponzoña ligera que lo acidula”. Ese hombre que ha vivido más de lo que le queda por vivir, aún despejándose la posibilidad de una analogía fácil entre viaje físico y vital -como él mismo personaje reclama-, destila una visión melancólica sobre los objetos: “fue el detalle que aprendí en ese viaje, y que nunca más me sirvió para nada”. Siempre fugaces, siempre fluyentes y mortales, como las estaciones (las temporales y las de ómnibus), como las geografías rurales y urbanas, van las palabras y las vidas humanas.
El modo fragmentario con que Ómnibus capta intensidades recuerda al Barthes de “lo novelesco sin la novela”. Nosotros podríamos agregar “lo ensayístico sin el ensayo”, “lo cinematográfico sin el film”. Entrelazar dichas intensidades con felicidad no es tarea fácil. Semejante mérito se lo adjudicamos al arriesgado híbrido llamado Ómnibus.

Publicado en El Eslabón n° 72, Rosario, agosto de 2006.

Un son barrocón y cumbianchero. Sobre Noches vacías, de Washington Cucurto.


Deslizamos el índice sobre nuestros polvorientos anaqueles, en busca de un ejemplar que sepa del vértigo del baile. Así damos con el cuento largo, novela corta, relato o nouvelle llamada/o Noches vacías, ¿acaso el mejor texto de Washington Cu-curto?, ¿el que más tartamudea? Fuera del catálogo de las juiciosas novedades, aún incita a perderse en la danza de una escritura sensual y embriagadora. ¡Qué otro que un patadura podría dedicarse a tamaña empresa, bajo la presión de un editor arbitrario e insensible (¿al baile, también?)!


Noches vacías apareció en el 2003 con Cosa de negros, la obra en prosa de Washington Cucurto que más atención ha suscitado hasta el momento. El relato despliega “un tratado sobre el amor y la fabricación de una lengua”, como bien señaló en su momento un agudo escritor cordobés, en la urdimbre de una voz que intenta rememorar las noches bailanteras del Samber, un templo fiestero en el que se rinde culto a la luciferina cumbia. De este modo se hace honor al título del libro: a la negritud del narrador protagonista se suman las resonancias antillanas de la voz “cumbancha” (jolgorio, parranda) y africanas de “cumbé” (danza). Noches vacías espira la alegría, intensa y fugaz, de los negros que se liberan en el baile.
La escritura musical de Cucurto explota traviesamente los ritmos y sonoridades de la lengua, a través de un registro conversacional que confunde prosa con poesía. Como un hablante que no soporta la fijeza de las palabras, se apropia de algunas provenientes de otras tierras que le dan a su prosodia un aire latino (“El Samber es lo más. Todas las tickis van ahí, y eso es rebuey. No mames, cabrón, es así”), delira su morfología trastocando sufijos (“ahorita”, “carucha”, “aguiluchazo”), compone neologismos a lo Gelman o a lo Girondo (“atorrante enfeliciado”, “lo exasperante hasta la empalagación”, “halleyanamente”) y, con la rotunda síntesis del cómic, descarga explosiones de intensidad verbal a través de onomatopeyas (“Ahí todo es plash”) y de palabras compuestas (“flash total, ¡súper éxtasis!”, “yo entraba riendo-gritando”, “superhepático”). Estos recursos, junto con algunos otros muy recurrentes, confluyen en el idiolecto hiperbólico y cumbiantero del narrador.
Cucurto mezcla, como se lo hace en las ferias y en los bailes populares (“¡Qué ensaladera!”), objetos, materiales, vocablos habitualmente alejados, disonantes. También ciertas referencias literarias, como Puig, Aira, Lamborghini, Perlongher y Arenas, se combinan en su escritura como en un tutti fruti sabroso y lisérgico. Es perceptible el modo en que se establece un nuevo estatuto de los objetos y las impresiones que provocan: “La mañana, hecha la Cenicienta, me destapaba los poros con una sopapa de almácigos y eucaliptus”, “El sol pone a mi disposición la brisa del río, gira, como un ventilador de cintitas de colores”. Burlando los totalitarismos de la lengua, su narrativa propicia la fuga identitaria y transnacional, sensual y mortal, propia de algunos vanguardistas “exiliados” del ochenta. El baile, como el amor y la escritura, prometen una plenitud instantánea, fugaz, finita. Sus conquistas, entonces, se saben frágiles: “La cumbia les ponía música a sus muertes y las despedía de este mundo con una melodía bailable”, “A mí lo que me mata es la cumbia, misky, me da ganas de singar, de beber, de culear por el culo, de robar, de asaltar. Es este berrinche del demonio, esta batata enjilguera la que nos mata, la que nos llevará a la tumba o a la perdición a todos”.
Aireanamente hacia el final, acontece la catástrofe narrativa: “Cama de hotel y después sillón de hogar. A seguir descargando./ ¡Gran polvo! Su nombre, che, ¡mangale el nombre! No lo sé (...) Al otro día me llama tempranito: “Estoy embarazada””, y la fuerza hiperbólica del relato deviene violencia desatada: “Le doy dos soberanas patadas más, justo en el cerebro salido, al aire libre, para que se componga en su lugar. No hay caso, el cerebro no entra más, así que lo arranco con los dedos y lo saco del todo”.
Noches vacías despliega un mundo alucinado que socava toda fe en lo inconmovible. Como dice el uruguayo Echavarren a propósito del barroco, no se trata tanto de la exuberancia como de la extremosidad, de la ansiedad de la abundancia: “Las pendejas de la cola me miran con sus ojos de alacranes, de víboras. Me sacan la lengua todas juntas, más de cien lenguas venenosas o envenenadas me corren por la Cortada de la Infanta. Cien lenguas que se pegan, se troquelan unas con otras hasta formar una sola, gigante, ¡terrorífico!, lengua de boa. Me corre la lengua por la Cortada de la Infanta. Me rodea en un paredón: beso de lengua”.   
Bajo la lluvia de fuegos de artificio que provoca su pasión figural, el mundo cucurtiano no se adorna –con patetismo- para la ocasión, sino que adquiere una nueva belleza, proveniente de la torsión violenta de sus objetos y de una nueva ética del sentido, obstinada en prolongarlo antes que disciplinarlo, que se empecina en dar cuenta del impacto que produce dicho mundo en el narrador. De este modo, la justeza o precisión de la mirada pareciera depender de cuán extravagante o excesivo se pueda ser, de cuán impreciso se vuelve el mundo, cualidades que invitan a seguir regodeando su misterio, el mismo que puede hacer creer (“Creer o reventar. ¡Creer, güey, creer!”) al lector expectante que hay más, todavía más por ver, y aún mucho, mucho más por decir.

Publicado en El Eslabón n° 70, Rosario, junio de 2006.

Ahogarse en el sueño. Sobre El niño pez, de Lucía Puenzo.


Pensar los libros desde la historia de la literatura, es tranquilizador y decepcionante al mismo tiempo. El lector digiere, asimila el libro; lo acomoda en el estante familiar, lo domestica con unas pocas levantadas de cabeza. Al mismo tiempo, vive esperando el texto que quiebre el horizonte de expectativas que ha ido construyendo a fuerza de lecturas, guiado por cierta concepción vanguardista de obra que deberían compartir los textos que caen en sus manos. De acuerdo con esta perspectiva, se podría señalar que El niño pez, la primera novela de Lucía Puenzo (publicada en abril de este año por BEATRIZ VITERBO EDITORA), es legible después de que Puig y Aira han acontecido en nuestras letras, y que los animales hablan con soltura desde Esopo, por lo menos, a esta parte.
Pero pensar en estos términos es un error. Si nos abandonamos, más bien, a la experiencia de lectura de este libro, el resultado es mucho más estimulante.
El niño pez narra la historia de Lala, una adolescente de la Zona Norte porteña, y la Guayi, la sirvienta paraguaya que trabaja en su casa. La relación pasional que ambas protagonizan desencadena una serie vertiginosa de acontecimientos, impregnados de crudeza, sensualidad y un humor corrosivo. La trama, fruto de una imaginación desbocada y una aguda inteligencia compositiva, como así también la elección de un perro como narrador del relato, podrían considerarse evidentes notas de ingenio ya presentes en muchos textos narrativos de los noventa. Pero lejos de agotarse en superficiales ademanes compositivos, la novela posee una densidad semántica que sorprende.
El relato es asumido por la voz de Serafín, el perro de la familia, una especie de sabio que, desde su “lecho” de enfermo, narra (rememora) con justeza los hechos y pinta cuadros de un costumbrismo metropolitano mordaz e irónico. Sin embargo, no son pocos los momentos en que el narrador protagonista es reemplazado por uno omnisciente, como si en definitiva no se tratara de justificar la información transmitida, aunque estemos hablando de un can, sino de aportar al relato una voz perruna, baja (si hay algo que aprendió el narrador, como él mismo lo indica, es que la gente no mira hacia abajo), de “último orejón del tarro”, que desequilibra las escenas sensuales y las numerosas situaciones folletinescas del relato.
La cita de Ryunosuke Agutagawa que hace de epígrafe, “¿Qué fuerza poderosa es ésta que empuja a un cobarde a matar a un inocente?”, no sólo señala las muertes cometidas por Lala y la Guayi, sino que evoca además la pasión que desvía los destinos humanos y el fracaso de ciertos actos que impide que se vuelvan heroicos. En ese sentido podríamos afirmar que El niño pez respira una sensibilidad desencantada y anti-solemne, propia de muchos escritores “jóvenes” contemporáneos (poetas sobre todo).
No resulta un dato menor que Lucía, además de haber estudiado Letras y Cine, sea guionista de cine y televisión. No porque haya compuesto una historia “redonda”, donde la anécdota se entreteje con total coherencia a pesar de la desmesura de sus acciones, sino porque el problema de la representación y la virtualidad tórnase sobre el propio relato y el mundo donde éste derrama sus sentidos. Abundan los apelativos a los que recurre el narrador para señalar la dificultad que implica el contar y traducir (el guaraní, la experiencia). Se sugiere la riqueza potencial del nombrar a través de pululantes series de nombres que muchas veces se atribuyen a un mismo personaje. El niño pez exhibe lo problemático que resulta el intento por despojar a la vida social actual del carácter de incesante representación que posee: Brontë, papá de Lala, es un intelectual mediático que vive encerrado escribiendo en su escritorio y ni siquiera “mira las paredes”, sólo cuando le habla a las cámaras que lo entrevistan parece dirigirse a su familia; Lala vive “en un mundo inventado de películas”; Socrates es un actor fascinado por su propia imagen; los personajes poseen una visión fílmica, hacen “panorámicas” con la mirada, piensan que lo que sucede es “como una mala película” o se detienen “a mirar el plano general del apocalipsis”; una comisaría es utilizada como un set de filmación; los entrenadores simulan asaltos para preparar a los perros. Tal vez el fragmento más significativamente irónico sobre este juego especular sea el que describe cómo un personaje quiere convencer a otro, vía telefónica, de que vea “en vivo” un eclipse lunar, en lugar de hacerlo por TV. Para ello apela a los dos telescopios, el reflector y el refractor que posee el observatorio astronómico.
El niño pez, presencia fantástica y fantasmática, alucinación de Lala, invento del abuelo, o presencia sobrenatural, posee ojos casi transparentes, y como el agua inunda toda la novela: lago, piscinas, bañeras, peceras, lluvias persistentes que se tornan aguaceros o garúas, sueños con inundaciones, o lágrimas humanas.
El agua borra la representación del niño pez, pero también la identidad de los personajes que dejan de ser lo que fueron, muestran ser lo que no parecían, se sorprenden de ser sinceros, buscan en el pasado quiénes son los otros, y descubren finalmente que ya no hay nada que buscar, que no hay nada, fuera del caldo en el que nos sumergimos, cuando soñamos el sueño de todos.

Publicado en El Eslabón n° 56, Rosario, octubre 2004.

La poética insurgente de Diana Bellessi. Sobre La rebelión del instante, de Diana Bellessi.


“Pero el girar exultante del / instante, / su inacabar y su creación, / generan y consuman otro tiempo: / una ulterior totalidad / engendrada en la risa / (desconocida por los dioses) / que titila en cielos que son aún / la nada; un útero de gloria / primaria y de plasma ulterior, / la abolición selectiva del misterio”
El instante II, Aldo Oliva

La rebelión del instante es el nombre que Diana Bellessi, una de las voces más intensas de la poesía argentina contemporánea, dio a su último libro. Como ha declarado en recientes entrevistas, a pesar de incomodarle lo pomposo -que su poesía sabe evitar- del título, finalmente éste se le impuso, pertinaz, inevitable. Si el instante constituye la dimensión temporal del poema, a diferencia de la narración –que se despliega en el terreno de la duración-, La rebelión del instante podría entenderse como la insurrección de la imagen poética frente al tiempo como progreso o acumulación -leído por izquierdas ortodoxas y derechas como fatalidad de la historia-, la injusticia del amo y la finitud humana.
El libro se divide en cinco partes que, compartiendo rasgos de escritura, congregan poemas con relaciones temáticas más estrechas. Más precisamente, configuran un recorrido de la voz poética, que atraviesa diferentes espacios desde donde enuncia ese sujeto que no antecede sino que construye la misma escritura. Esa “vieja loca de cincuenta y pico”, “la que mira” con la ingenuidad de un niño y a la que se le “caen las plumas pero no las mañas”, pone de manifiesto uno de los rasgos novelescos de la poesía: la morosa construcción de un personaje.
“Desobediencia civil”, título de la primera parte, amplía el uso habitual de la expresión aludiendo al accionar de las masas, la insurgencia de la subjetividad, el instinto animal, el orden divino (no puritano) de la creación, el repliegue en la intimidad.
Prescindiendo de las etiquetas literarias (“lírico o pasatista o barroco”), el primer poema del libro enuncia un nuevo concepto de realismo: un espacio sutil, dramático e intenso donde la vida y el sueño gozan de los mismos privilegios, a excepción de “las paradojas del pensamiento” que desatienden la experiencia emotiva del mundo. En esta visión enriquecida de realidad, confluyen estaciones, meses, momentos del día y horas precisas, con árboles, frutos, flores, perros, gatos, pájaros e insectos, para señalar, en su constante fluir, la exuberancia y la incesante transformación de lo vivo. Animales y plantas son convocados por la emoción del que oye, mira, huele, toca y saborea, quien logra hacer de lo aparecido objeto de su deseo: “prendada de un limón o de una mosca”. Cuando acontece la poesía, sujeto y objeto confluyen como partes de un mismo todo: “los pájaros callados / como el deseo mío”, “Como marzo a la vida / nos atamos con tanto / deseo de ser / y anhelo también / de caer en la hierba”.
Frente al pensamiento discursivo, cuyas “grescas”, “tino puritano” o “temor del pecado” son anteojeras que impiden ver más allá del orden impuesto al mundo, la imagen poética acontece utópicamente en un no tiempo y lugar, en un estado de gracia que lo revelan con emotiva lucidez. La poesía es un rapto libertario, inalienable, “un pase mágico / que el mundo nos regala / si estamos al acecho”, y que volvemos a dejar atrás, poco después, concientes de su belleza, a la espera de un nuevo acontecimiento.
Los poemas de “Un minuto fuera de casa” siguen evocando, como los anteriores, las formas fijas de la métrica castellana -aunque sin cumplir con ellas a rajatabla, mucho menos con sus preceptivas rítmicas o de rima-, a  través de la disposición estrófica y del abundante uso del hipérbaton. Sobre esa base musical, las elipsis, la recurrente omisión de los signos de puntuación y el uso del encabalgamiento provocan un exuberante juego de asociaciones entre las palabras, obligando a constantes marchas y contramarchas en la lectura, propiciando de este modo la proliferación del sentido. El poema se vuelve, como la naturaleza, espacio donde la diversidad semántica convive a pesar de sus constantes “holocaustos”. 
Casi todos los poemas de la segunda parte rescatan experiencias de viajes; en casi todos, la ausencia o la muerte son generadores de la vida de la imagen. El exotismo, la joyería, la realeza, las referencias a Asia y África, las palabras foráneas de rica musicalidad, les dan a muchos de estos poemas un aire modernista que los distingue un poco del conjunto.
La naturaleza aparece frecuentemente como memoria de la tierra, de su pasado subterráneo: “guarda en el desierto de hoy aquella / arcadia que los fósiles cuentan rehaciéndose / en la cruenta geografía una magia // imposible de enunciar, tanta fe la vida / tiene cavada”. Singular visión que descubre en la naturaleza una promesa de felicidad humana, volviéndose por ello mirada política: “desciendo hacia un mundo que dice la vida / aún puede más y me junto con otros / en las cuevas cretáceas para encender / el fuego, diez, cien, mil piquetes humean”.
“Notas del presente”, tercera parte del libro, promete cierto prosaísmo que, como toda la obra, no concreta. “Notas”, “crónicas”, “frases” (en lugar de “versos”), son términos que junto a los giros coloquiales que suelen aparecer en los poemas, edifican una ética lingüística: la de nombrar con humildad el mundo, aspirando utópicamente a un habla plural (“ahora somos todos negros”). En ese sentido, mientras los frecuentes diminutivos estrechan emotivamente al sujeto de la contemplación con el mundo observado, refuerzan al mismo tiempo el sentido de pequeñez, de sutileza, de sencillez que connota la ética de la mirada a la que nos referimos.
El poema “La metáfora” explicita con mayor justeza poética la conexión entre poesía –como vivencia del instante- y emancipación humana, relación que se venía estableciendo desde los primeros poemas de la obra: “les pese hoy // o mañana / a través de humo y fuego / no hay manera // de borrar / ese algo inalienable: / nuestra vida // así nomás / cretinos la metáfora / cierra y abre // como un párpado / donde brilla el relámpago / de los justos”.
“Desde el ventanal”, cuarta parte del texto, profundiza la idea de naturaleza en Bellessi: si alguna vez la naturaleza fue imagen de conservación, de nostalgia aristocrática, desdén, resentimiento o temor por la irrupción de las masas urbanas, aquí es metáfora de transformación constante y, con ella, de una particular idea de belleza, no absoluta sino contingente: “la creación entera transformando su hervidero / que visto desde aquí, con miopía humana parece / la perspectiva pertinaz de la belleza”. Esa naturaleza no es la idílica alucinación de un mundo incontaminado, alejado de la ciudad; en general, aparece como un espacio inserto en el tejido urbano (la réplica hogareña del bosque, el jardín). Las palabras “disco”, “rocanrol”, “flash” –propias de la cultura urbana- son utilizadas para hablar de la naturaleza, que deviene lugar donde conviven diferentes especies animales y lingüísticas.
Finalmente, “Cuando canta el gallo” recorre una galería de personajes familiares a la voz poética, sumergidos en la miseria y el dolor. Por ello se ha criticado a Bellessi de practicar una estetización de la pobreza. Sin embargo, es en ese lugar de mayor auto-interpelación moral a la actividad literaria -entendida como gasto, lujo o regodeo del espíritu frente a la carencia material de los más- desde donde se enuncia éticamente “la labor del poema”: “remarcar” lo errante del sentido y de los destinos humanos, la belleza que habita lo real, la certera promesa de justicia y felicidad que alberga hoy, ahora, ya.

Publicado en diario El ciudadano & la región, Rosario, 30 de enero de 2006.

Gloriosas naderías que vienen y van. Sobre Karcino. Tratado de palindromía, de Juan Filloy.


Aunque sonara a bravata -aun con un poco de sorna-, Juan Filloy no estaba bromeando cuando se declaró “recordman mundial de palindromía”. Vocablo que proviene del griego, palíndromo significa “que corre de nuevo” y consiste en una línea verbal que puede ser leída en dos direcciones: de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. “Sólo dí sol a los ídolos” es un ejemplo que solía dar el cordobés, que en cuestión de palíndromos se reconocía en las ligas mayores, junto con el griego Sótades y el mismo Dante.
Karcino. Tratado de palindromía fue editado por la SADE de Río Cuarto y el Fondo Nacional de las Artes en 1988, en una modesta tirada -como casi todas las obras de Filloy-, razón por la cual se agotó con rapidez. Recientemente El Cuenco de Plata lanzó una cuidada reedición, con un diseño atípico que demuestra que el arte de tapa y contratapa, los elementos paratextuales, la tipografía y su disposición en la página pueden ser a veces potentes recursos comunicativos: todo depende de cómo y para qué se los utilice.
Desde su infancia, Don Juan se sintió atraído por el juego lexicográfico que practicaban los griegos cultos. Ya mayor, armado de paciencia y aprovechando sus momentos libres, fue ganando pericia y sapiencia; lo estudió incluso en otros idiomas, como el latín y el italiano. En su novela ¡Estafen! (1932), incluyó unos cien palíndromos.
Karcino, que en griego significa cangrejo, analoga el modo en que se desplaza el animal con la manera en que se leen las formas palindrómicas. A la vez, y siguiendo fielmente el juego arbitrario de los signos por el que Filloy sentía fascinación, cuenta con siete letras, cifra a la que se adecuan todos los títulos de su vasta obra.
La obra comienza con un “Tratado de Palindromía”, al que le siguen unas “Precisiones preliminares” y un “Ejemplario”, compuesto por frases (llamadas “Fillogramas” en el  libro) ordenadas según la cantidad de palabras con que cuentan.
El primer apartado desliza apreciaciones técnicas, una breve historia de la “disciplina” y sus practicantes más ilustres. Sin embargo, dentro de este marco divulgativo emerge por momentos una prosa que ensaya, con la intensidad propia de lo literario, sobre una forma de concebir el lenguaje humano. La palindromía es señalada inicialmente como un divertimento, pero pronto adquiere otro estatuto: “En esta disciplina, que tiene mucho de grave por la pasión que recaba y de zahorí por la claridad que revela, el premio es un goce encantador”. Si el juego es gasto, exceso improductivo, se invierte el planteo saludando el “entretener al tiempo en gloriosas naderías, antes que el tiempo se ocupe de perderlo a uno para siempre...” Según Filloy, a través de los palíndromos el lenguaje conecta mágicamente con “el orden profundo de las cosas”. De este modo, el Tratado deviene una bella mitología, en la que los palíndromos contribuyen a desatar dosis inusitadas de alegría que la lengua aún albergaría para nosotros. De ahí la invitación al lector a elaborar los suyos y una breve bibliografía desgranada en las “Precisiones...” para que se inicie en su estudio.
En los tiempos cada vez más vertiginosos en los que vivimos, siguiendo los argumentos de Filloy, las lógicas discursivas instrumentales pretenderían transparentar el lenguaje, provocar el olvido de su materialidad misma en pos de los sentidos por comunicar. Por ello el autor reivindica de los palíndromos su solazarse en la propia materia y cree reconocer, tras ellos, “la jugarreta de un geniecillo oculto” que se identifica con las insistencias del eco y se burla de nuestra mal disimulada insensatez.

Publicado en diario El ciudadano & la región, Rosario, 29 de mayo de 2006.

Rock y literatura: la utopía de los cuerpos intensos.


“Estas ruinas/ son nuestros mismos cuerpos”
Luis Alberto Spinetta

En octubre de 1984, el escritor argentino Marcelo Cohen publicó El país de la dama eléctrica, su primera novela. La había terminado dos años antes, mientras residía en España. Veinte años después, mientras hojeaba un ejemplar de su reciente reedición, recordé, con una inocultable cuota de imaginación, sospecho, el prólogo a una versión castellana de Memorias de Cody, de Kerouac, que supe tener alguna vez. En él, alguien rememoraba sus caminatas trasnochadas con otros jóvenes argentinos, al calor del alcohol y de las lecturas de los beatniks norteamericanos. Y cerraba el texto señalando que esos mismos amigos, empapados de literatura y vitalismo, habían sido eliminados por los militares durante la última dictadura. No pude dejar de recordar entonces a un Ginsberg anciano, viviendo en el departamento lindero al de su pareja homosexual de toda su vida, quien permanecía con su esposa e hijos, pero seguía manteniendo una relación familiarmente tolerada con el poeta consagrado. Eso apestaba, pensé. Por el contrario, esos trágicos argentinos se habían tomado muy en serio la búsqueda de la intensidad: la habían hecho parte de una actitud vital que modelaría todos los planos de la existencia, en lugar de convertirla en una actividad terapéutica de fin de semana.
La novela de Cohen tematiza las dos pasiones jóvenes por excelencia del siglo pasado: la sensual y la intelectual. Martín Gomel, un punk-rocker argentino, viaja buscando a su ex pareja, quien le ha robado el dinero necesario para armar una banda. La novela se estructura en un contrapunto de narradores y espacios: Martín en una isla del Mediterráneo; Gerardo, un intelectual que sobrevive a los milicos vendiendo slogans publicitarios y damajuanas de vino, en Villa Canedo. En ambos planos narrativos, que se suceden intercaladamente hasta el final de la obra, una misma trama de hechos se urde. Martín dice buscar una chica, mientras hace sus perfomances musicales diarias que alteran el equilibrio social de esas pequeñas comunidades. Ese cambio de coordenadas espacio-temporales, provocará que la “misma” historia devenga diferente. Ya el título, una cita de un tema de Hendrix, evoca los dos espacios de la novela: el lugar utópico del rock (“Y no es que haya estado: yo vivo en el país de la dama eléctrica”), por un lado; el lugar de la picana eléctrica, Argentina, por el otro. De ahí que cada espacio tenga su narrador: un pretendido amoral en el primero; un intelectual, pesadamente moral (aunque en crisis), en el segundo.
La novela de Cohen significó sin duda uno de los primeros intentos, dentro de nuestra literatura, por representar la cultura del rock. Y si bien son perceptibles las lecturas beats en su prosa, las estrategias y recursos compositivos que desplegó en esta obra tienen que ver con una tradición mucho más heterogénea y más rica. El automatismo verbal del ya citado Memorias... sólo aparecería tematizado en la novela (“Pero las palabras siguen, es divertidísimo. Es que no estoy hablando. En realidad, esto se dice solo. O a lo mejor alguien lo dice por mí. Que haga lo que se le cante”), que por el contrario demuestra un controlado trabajo de montaje. Otras marcas estilísticas como las onomatopeyas, que se repiten en la voz narradora de Martín, expresando esa intensidad que César Vallejo encontró en Trilce, y los juegos de palabras, que evocan los efectos verbales de la marihuana, hablan de un cuidadoso trabajo formal.
Martín, el rockero, posee una sensibilidad adolescente: sufre, exagera sus sentimientos (“todo me sarampiona”), siente todo en carne viva (“el cielo es tan transparente que me querría cortar las venas”), es ciclotímico y edípico, como él mismo lo declara: “Qué mambo, por favor, con mi madre”, “Me pregunto porqué me tendrá que enchufar la toalla de ese silencio mamastral”(...) “soy un neurótico”. Martín dice buscar a su chica pero sólo se encuentra con su madre, hecho que ciertos miembros despiadados de su entorno, en la isla y en el barrio, se lo señalan reiteradamente. Pero él abandona deliberadamente el ejercicio de la lucidez sobre sí mismo, para volcarlo solamente sobre los demás... Se siente enfermo, y proyecta su enfermedad sobre la naturaleza: “mirando el asma de la tierra roja que tiene un vello del color de la bilis”, “han encontrado la paz en este apartado rincón de un mundo cirrótico”, “un campo de maíz turbulento con sarna de tierra desnuda”. Ese naturalismo folletinesco de las descripciones no es ajeno al rock: una música (la más directa de las artes), efectista, que provoca la afección instantánea. La naturaleza está llena de artefactos para un rockero. En Villa Canedo Martín canta junto a un lago artificial, en la isla dice extrañar el cemento de la ciudad. El rock es el ruido de los aparatos: “Con los ruidos, con todos los matices de los ruidos, se hace el rock. Hay que estar atento al cling-clang de los molinetes en los omnibuses, al viento de las azoteas, al chirrido de las bisagras sin aceitar, a los portazos y las frenadas y las anginas y las máquinas de café y las preguntas que los chicos les hacen a los padres al salir del colegio, al escozor de los pinos también. Después se guarda todo en el cuerpo hasta que se acomode y se va cantando sin pensar”.
Martín tiene la cuota de estupidez necesaria para encarnar el rock. Es decir, falta de lucidez, de intelecto, exceso de cuerpo: “la música no debería juntarse nunca con las palabras; la música sola y perfecta es el dibujo de lo que no se puede decir y dice todo. Pero (...) algo enchastra la música con palabras”. El exceso de intelecto podría licuar su mito: esa mujer que dice buscar pero no lo hace, esa banda que quiere armar, cuando se sabe que un proyecto es futuro y él practica por el contrario una poética del presente. Por eso es plausible que su personaje contrapuntístico sea un intelectual, alguien siempre “pegado a una pregunta”. Martín en cambio necesita una creencia que alimente su diario vivir.
Si Burroughs pasa días observando un dedo de su pie en Tánger, no es nada más que una metáfora hiperbólica de su imposibilidad de olvidarse de su cuerpo. El almuerzo desnudo los hace desfilar: cuerpos, cuerpos, y más cuerpos... La hipocondría. Martín, el rockero, es quien puede poner el cuerpo: somatiza todo, se “castiga”. Sabe bailar. Todos los pensamientos son vividos corporalmente por él: “cosas que son como si te clavaran un alfiler”. Se lo han enseñado todos los héroes del primer rock que han practicado esa filosofía del desgaste corporal (“Está de puta madre eso de destruirse a sí mismo. Masacrarse, hacerse puré, y después armar todo de nuevo con los pedacitos, como un mosaico”), que lo acompañan fantasmalmente por todos lados. Pero de un modo no muy diferente a la manera en que los intelectuales son acompañados por las voces de los muertos. Martín mortifica su cuerpo a la intemperie, bajo la lluvia y el frío. Cuando al final del relato lo filman tocando, ataca al responsable porque le ha sustraído el cuerpo. Ya no necesitarán de él en el futuro para la transacción somática que es el rock, que por eso es espectacular... Todos los entornos, los de la isla y Villa Canedo, sacan placer del cuerpo de Martín: un medio, un aparato más que se puede usar.

El País de la dama eléctrica propone un cruce intenso de lenguajes, el rock y la literatura, que permite iluminar, con palabras cargadas de carnalidad,  zonas estéticas que proponen cierto anti-intelectualismo, cierto oscurantismo. Y algo más: que saben decir sutilmente lo que puede suceder, en estas latitudes, con los cuerpos que se atreven a vivir o a buscar cierta intensidad.

Publicado en El Eslabón n° 55, Rosario, septiembre 2004.

Santiago Stura: “escribí un libro que aún no había leído”.


El autor de la excelente Footing sostenido (Beatriz Viterbo Editora, 2005) se explaya sobre la génesis de su primera novela, los ecos de su publicación y su presente de escritor.


Nacido en Lomas de Zamora en 1967, Santiago Stura reside actualmente en Adrogué. Realizó estudios universitarios en la ciudad de La Plata. Su cuento “Vía Muerta” fue finalista en España en el Concurso Internacional de Cuentos Max Aub, edición 2001. Footing sostenido fue finalista del Premio Clarín de Novela edición 2000 y en la edición 2004, donde fue presentada bajo el título “El recuerdo triste”. Desde su publicación hacia fines del 2005, la prosa cuidada e imaginativa de Footing... revela a Stura como una de las voces más singulares dentro de la nueva narrativa argentina.

-Te graduaste en Geología en la universidad, sos autor de varios trabajos y publicaciones especializadas... ¿Qué lugar ocupa la literatura entre tus actividades?
-Un lugar ante todo afectivo, por eso queda fuera de comparación con cualquier ocupación posible. En lo personal, la literatura no va más allá del simple placer de la lectura y todo aquello que la complemente y enriquezca. La escritura, su consecuencia, es la necesidad de leer la historia o la forma de contarla que aún no hemos leído, mera impaciencia de lector.  
-¿Cuándo y cómo surgió la idea de escribir Footing Sostenido?
-En la búsqueda de la única voz posible con la que el narrador podía contar la historia. Ese fue el primer paso, luego surgieron la trama y sus variantes. Toda primera novela es autorreferencial, inevitablemente, por lo que utilicé diferentes historias, paneos, recuerdos para unir sucesos y así darle continuidad al relato.
-¿Qué problemas tuviste que enfrentar durante su escritura?
-Escribir una novela policial implica ingresar al último, quizás el único de los géneros, con sus marcos, sus leyes y personajes bien definidos. Un género que no sólo sufre de hiperproducción, sino que ha invadido todas las literaturas posibles. Había comenzado a escribir Footing Sostenido y a las pocas páginas irrumpía un detective, bajaba de un colectivo y cruzaba la calle con las solapas del impermeable en alto. Estaba en el cuarto capítulo y recorría un caserón de clase alta, aparecía un mayordomo y un hecho que lo conmovía: la desaparición de su patrón.
Entonces surgió el consejo amigo de explotar la voz. El estereotipo ofrece una magnífica oportunidad para el absurdo, para la superlativización de los personajes, la cosificación de los idiomas y los modismos. Por eso elegí los dos marcos policiales por definición: el barco y la mansión. Una muerte en el Paraná, el Paraguay, como tierra ignota, personajes heterogéneos en ese cosmos que se desliza sobre el agua marrón, me dieron el mejor lugar para trabajar el hecho inesperado, grotesco, disgresivo. 
-¿Cuál fue el resultado en tu opinión?
-Sin dudas escribí un libro que aún no había leído.
-¿Quiénes son los autores que más tienen que ver con el devenir escritor de Santiago Stura? O si preferís circunscribirte a Footing..., ¿a quiénes de ellos reconocés dialogando con tu novela?
-Comencé con “Footing Sostenido” en el 96. La historia fue más allá de la mera idea luego de leer “The Quiet American” de Graham Greene, un libro maravilloso. La voz del narrador, está muy influída por Gabriel Betteredge, un personaje entrañable de “La Piedra Lunar” de W. Wilkie Collins, aunque al releer la novela, cosa que me cuesta mucho, veo sombras, fugaces, por cierto, de “Una comedia ligera” de Eduardo Mendoza, “Trémula intención” de Burgess, “Los Hechizados” de  Gombrowicz” y la magistral historieta “L’Oreille Casée” de Georges Rémi, todos libros que leía con mucho placer por aquellos días.
-¿Por qué creés que la obra tuvo que aguardar tanto tiempo para ser editada?
-Se me hizo difícil el encontrar una editorial que accediera a recibir la copia. Luego tener certeza de que la leyeran y la evaluaran. Se trata de ficción argentina escrita por un autor inédito y  me cuesta imaginar negocio con menos perspectivas de rédito para una editorial. Por fortuna llegué a Beatriz Viterbo, la novela les gustó mucho y se me ofreció la publicación.  
-¿Cuál fue y qué opinás sobre la recepción que tuvo Footing?
-Al día de hoy ha sido muy grata. Siempre me costó definir el libro, y su lugar en la literatura actual. Gracias a las reseñas, notas o comentarios, poco a poco voy encontrando palabras que describen mucho mejor a la novela de lo que podría hacerlo yo.
-En el año 2006, otra de tus novelas, Los cómplices, recibió una mención en el concurso "Fomento a la producción literaria" del Fondo Nacional de las Artes. ¿Qué nos podés contar sobre ella?
-Es una novela algo más extensa, quizás más narrativa, donde intenté trabajar diferentes planos de tiempo, con más personajes y con la idea de quitarle peso al suceso como vértice de la trama,  que es uno de los puntales de “Footing Sostenido”. En este caso trato de superponer evocaciones de forma de darle cuerpo a una trama no lineal, sino al entretejido de destinos que se complementan y se anulan.
-¿Se publicará?
-La novela está lista hace un tiempo, espero que no pase el fin de año para verla a la luz.  
-¿En qué estás trabajando actualmente?
-He regresado al policial, si bien manteniendo la voz de Footing, con la intención de crear un mecanismo que me permita como lector construir lo no contado, la historia oculta, la que se intuye. La trama en la que no sea necesario un capítulo final en el que el detective, rodeado de todos los sospechosos, nos diga cual fue la historia real, la que nunca hubiésemos imaginado o temido sospechar.

Publicado en El Eslabón, nº 74, octubre de 2006.